Se les antoja escudriñar sus sentidos, desnudar sus instintos, jugar con sensaciones entre sudores y gemidos, crepitar entre los estertores de sus orgasmos. Son dos pétalos rociados por el fuego de la pasión.
Sin carbonizarse, juegan entre las flamas adictivas de esa pertenencia en la que mueren y renacen. En cada renacimiento dejan un poco de sí en el otro, la compenetración crece y se van sintiendo cada vez más ajenos al mundo.
Se nutren de la comunicación no verbal, son suficientes las miradas. Saben que su unión es más que la fricción de sus pieles, pero —inconscientemente— proceden de maneras que no entienden y llegan a herirse. Insisten en disculparse, perdonarse, sanarse las heridas en nombre del amor que se profesan.
Con frecuencia consultan las memorias de historias ya vividas, comparan la convivencia con parejas anteriores. Hacen indagaciones entre sus sueños y planes, temen hacerse daño, temen por los celos, temen irrespetar sus espacios, pero cultivan esperanzas y a la costumbre de los afectos siguen aferrándose.
El tiempo que permanecen unidos se extiende en un continuo claroscuro. Con el devenir de los días, el futuro del que hablaban en el pasado los alcanza en el presente de su cotidianidad. Hacerse conscientes de todo lo que han vivido simboliza bases y columnas en las que su relación se ve fortalecida. Por ensayo y error, adquieren noción de las maneras de sanar sus heridas con mayor prontitud, pero el día que se hagan daño, serán heridas muy profundas.
Guardan silencio y se toman de manos, entre tiernas miradas consolidan el deseo de seguir juntos. Un paraguas para ambos los protege de sus propias lluvias. Es un lazo que se extiende a pesar de toda la realidad a la que deben hacer frente, realidad que es compartida por otras tantas parejas que ven por allí cuando van caminando.
Aly Davis Pérez
17 de noviembre, 2015