La muerte tiene la inusitada virtud de restregar
cualquiera de las máculas que hayan tachonado
el transcurrir de un simple mortal, como lo seré
yo.
Fue una mujer de las que se dicen peligrosa.
Sus primeros años fueron un discurrir por los infiernos de Dante
mas acompañada, no de un sabio Virgilio, no, sino por un tropel
de caballos que de colores varios dibujaron su apocalipsis.
Su madre era prostituta, es cierto que la vida la empujó a ello
como se suele decir, y que esta dedicación no conlleva de por sí
ningún oprobio que no proceda de la infamia social, de todo punto
injusta por otra parte. La viga maestra que supone una madre en la
vida de cualquiera, más diría en una mujer, se le desplomó sobre sus
fauces el día en que la oyó gozar en su habitación de manos de un
desconocido, a juzgar por el aspecto del hombre que huía escaleras
abajo como poseído por el maligno.
Su padre, el otro pilar necesario, era un proveedor ausente.
Su significación en la niñez y adolescencia de ella fue tendente
a la más absoluta nada. Su recuerdo de adulta no albergaba ningún
instante de afecto paternal digno de consideración, su vacío en lo
a ello tocante era de una inmesidad sideral; siempre que hablaba de
ello se le prendía un rosario de lágrimas a su voz.
Sus hermanos, que fueron dos y varones, fueron el epítome de un
fracaso anunciado, labrado a inconsciencia desde su albores, bajo
la ausencia del necesario fuego que la cerámica necesita para resistir
los embates del continuado uso.
Murió en la celda del penal de San Antonio, cerca de la localidad de
Ribagorda, en los alpes asturianos, tras un viacrucis de malos tratos
internos y abusos sexuales, no sin contar los estragos de una deficiente
emocionalidad instaurada a sangre y fuego en su alma.
Su rostro, limpio y hasta bello, diría, era un mal corolario a una biografía
que podría ser digna de la Justine del marqués de Sade.
Descanse en paz, sí, déjenle por favor descansar...