La joven, de buena familia, miraba al sicómoro de plata, en su decimoquinta
primavera. Y soñaba... entre tupidos velos de amargura, con un corazón dichoso
que la amase.
El hijo de un aristócrata, vino a llamar a su puerta. Era en apariencia,
el hombre perfecto: Adusto, sereno... dulce en sus palabras, con esa gallardía
que dan los buenos modales adquiridos en caros colegios. Pero la timidez,
y los reparos de ambos, acabaron con el incipiente y desafortunado idilio.
Llegó por fin el hijo de un rico burgués. Sus palabras eran cálidas,
como el viento del oeste. Mas sus ojos, no miraban a sus ojos...
Su mirada inquisitiva tan sólo conocía de la fríaldad aritmética
desestructurada de todo sentimiento. Sus dedos inquietos
parecían hacer cálculos en el vacío. Y los labios de su amada, apenas
eran un conjunto breve aposentado, en el óvalo desilusionado del olvido.
Tierna excrecencia envanecida... alimento del gusano, y de la nada.
Por último, llegó un jardinero. Hijo de un pobre, y desdichado zapatero.
Podó la rosa, la abonó con caricias, la acompasó de dulces palabras y de lisonjas.
Los ojos de su amada, en su mirar, eran a modo de gotas de rocío en primavera.
Su boca, era semejante, a un río de lava ardiente, y de pasión candente...
con la belleza desacostumbrada, del rubí y de la rosa.
Sus labios, tersos y llenos de ternura, besaron su boca.
Y ella, tan acostumbrada a negar y a negarse con firmeza, en esas tardes
de tibio otoño, apenas pudo resistirse a la quintaesencia de todo su infinito.
A veces, toda la felicidad del mundo, puede ser contenida
en la brevedad asertiva de la pasión, desasosegada... de todo lo creado.