Las palabras que han quedado en esa casa
que cerramos para ya no volver más
serán ahora polvo en los intersticios,
secos despojos de cucarachas y arañas
en el fondo de los cajones, agua que cuela
del grifo en un hilo marrón.
Las palabras que han permanecido, encerradas,
cuando le dimos vuelta a la llave, se habrán estancado
en la penumbra de los cuartos
adonde nunca más volvimos ni volveremos. Es cierto
que desde afuera, desde la calle, llega, como entonces, el ruido
del tráfico, el estrépito acelerado de los motores,
el chirrido de los frenazos,
el borboteo de la hilera de coches en el semáforo,
las voces de los muchachos al salir del cine, de noche,
pero las palabras que dejámos cerradas ahí, las palabras
que nos intercambiamos ahí adentro, antes de que
cerramos la puerta por última vez,
esas palabras se han ya depositado como el polvo
cuando desvanece el rayo de sol que se filtra
a través de la persiana:
si rozas con el dedo el pavimento
se te queda pegado a la yema
del índice un hollín muy sutil, casi nada.