Alberto Escobar

Ojos de gacela

 

Tu pierna no basta a
a lo que abarca tu cornamenta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era de tarde, una tarde de esas que van desembocando en la nada
del crepúsculo, a las escasas seis de la tarde. En eso que cruzaba
de acera a acera se me viene repentina una bicicleta con dos pasajeros
donde con solo uno la llanta ya se queja. Él sobre el sillín, el macho de
la terna, ella sobre el rigor del manillar, que mal se aviene sobre un cuerpo
escaso en mantecas, no en vano lo magro de las carnes la atención llamaba.
Él era la fuerza, el pundonor sobre un pedal que apenas esgrime un palo
a traviesa, ella, la princesa de la boca de fresa, aquella que Sabina quiso
salvar de la quema pero que le faltó ansia y destreza. Los dos llenaban uno
de esos recuerdos de la posguerra que cada cual, bien en persona, bien de
dichas u oídas arquetipamos por eterno en una retina cada vez más decrépita.
Me fue de veras un viaje al pasado resuelto en menos de un instante, el que
tarda un suspiro en prender el aire, como si el entorno del paisaje que a la sazón
pisaba se hiciera Berlanga y Valladares, José Luis López Vázquez con Gracita
Morales, y todos ellos, y a la vez, pasaran lista sin falta que hace.
Además, que sirva de anécdota que apenas viene al caso, pensé sin poder
evitarlo que la pareja no solo compartían bicicleta sino muerte venidera por
eso del mal que trae esos malditos polvos que por ventanas o torrenteras
sortean murallas y fronteras hasta someter a nuestro rey, más sano que una
pera, al tormento que capitula una guerra.
Sea este un homenaje a los que luchan y pelean por mar o por tierra, contra
viento y marea, mirando a la muerte a los ojos, ojos de gacela.