Tu cuerpo excitante fluía ardiendo,
como un extenso campo labrado,
de vastedad, pero sosegado.
Nuestro pudor fue desapareciendo,
y en mi lecho afirmé que enloqueciendo,
me convertí en el más afortunado
hombre con tu dulzura desposado,
mientras mi piel se iba estremeciendo.
Y tenuemente sin retorno, desmedidos,
anudando los labios entre caricias
con el universo que nos dejó amar,
conscientes que dos desconocidos
amanecerían, con el sol y sus delicias,
colmados de sed, al despertar.