Alberto Escobar

Alejandría

 

La Libido sciendi frustra y produce tedio
como el coitus interruptus. Mauricio Wiesenthal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era como un hamster infinito en su rueda de la fortuna.

Pocos eran los campos del saber donde tuviera rancho y dormitorio
pero mucho era cómo se introducía en las insondables aguas
de cualquier saber —y este era uno de ellos— hasta amanecer
a la superficie como empancinado de datos, la ración diaria
era maná a sus neuronas, que se henchían de endorfinas
cuando sus ojos discurrían por el bustrófedon de un texto impreso.
Su derramamiento coronaba el éxtasis cuando asistía a un banquete
socrático como el que consistía en la investigación, con lectura
a máxima fijación, de los textos bíblicos que el devenir de la historia
tuvo a bien reservarnos en la meca alejandrina, donde tenía plaza
para sí desde las claras del día.
La ilación de un dato con otro, una pregunta que desentrañe una
ristra de preguntas cual mago de una chistera, una conjetura
con otra..., todo era un colofón pirotécnico en su cielo neuronal,
un orgasmo que redujera a la nada a cualquier otro orgasmo...
Desde que egresó de la Universidad de Princeton fue derecho
a una cátedra en la Universidad de Alejandría para embeberse
en la noche de los tiempos helénicos. Su sueño: suceder a Eratóstenes
en el cetro alejandrino, solo que a más de dos mil años de distancia.
Su pasión por la filología griega traspasaba todos los umbrales.
Los rollos de papiro con los monumentos que birlaron la masacre
de la intolerancia se sentaban sobre sus estanterías como Sanedrín
en el Salón de las Piedras Talladas, cual senadores atentos a la verborrea
de cicerones y demóstenes que acudieran a las reuniones de claustro.
Allí sigue estudiando —ahora lo estoy viendo— con un rictus de emoción
que alcanza la baba.