Alberto Escobar

Antinoo

 

Solo hay una manera de eternizar la juventud:
Perecer en la flor de la vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Solo tenía ojos para Antinoo.
Su convivencia con Vibia Sabina era un sumidero desde hacía tiempo.
Cuando pequeño su punzón y sus tablas enceradas miraban incesantes
en la dirección de Oriente, hacia la cuna de los saberes que desde
ya siglos atrás preponderaran en las aulas romanas.
Su educación en el estoicismo, muy en boga, y en el epicureismo, cuyo
gran valedor, Lucrecio, brillaba con predicamento desde las cimas de su
tiempo, le presentaban en sociedad como un griego más, y con ello como
valedor de costumbres tan características de la Hélade como la efebía.
Fue solo verlo y adoptarlo para sí, para siempre, como una nube que no
renegara de su lluvia, era suyo, su niño, su juguete, su alegría...
Pero como cualquier flor, y más si es fragante y hermosa, tiene contadas
primaveras esperando tras su corola.
Fue durante una de las sagradas y fulgurantes crecidas del río de los ríos.
El Nilo ese día andaba furibundo como nunca antes, su hambre de juventud
parecía inapelable y la presa que se le cruzó en su camino harto irrenunciable.
Adriano lloró durante sesenta días y sesenta noches la injusta sentencia.
El arrebatamiento que le desgarró el alma estuvo escociendo hasta su lecho
de muerte —el del emperador— que no descansó los párpados hasta brindar
por su indeleble Antínoo entre sus últimas y célebres palabras.