Me detuve en la cima de la pradera sin saber
hacia dónde me llevaba el camino elegido.
La cresta de los árboles mecian sus hojas
al son del viento, poderosas en su pedestal.
La siembra dibujaba los campos que
el rocío de la mañana despertaba.
La vida continuaba y sentí que algo cambiaba.
El sol de pronto se oscureció y me estremeci.
Los pájaros dejaron de volar para descender
y posarse sobre el ramaje de los árboles;
y a la luna, ahora, no le pertenecía renacer.
La tierra descansaba en el regazo de la oscuridad.
Se podía oír la bravura del tormentoso viento,
que anunciaba la cercanía de la estación invernal.
La llovizna empezaba a cubrirlo todo en un
paisaje jocoso. Los árboles se tornaran rojizos
y dirán su voluntad al amparo de la soledad y
dominadas por la escarcha matinal.
Las montañas despertarán frías y húmedas.
Pero la oscuridad, continuaba obcecada en negar
a que el sol mostrase su fuego.
Me sentí exceptica y diriji mi paso hacia la
sombra que marcaba mi soledad. Disconforme,
rebusque en mi interior; el desasosiego, se abrió
camino y algo nuevo despertó en mi corazón.
Bajé de la llanura temerosa, pero algo cambiaba,
y tomé la dirección que un pequeño rayo de luz
indicaba donde la vida crecía. El eclipse se
disipaba y el sol asomaba en la mañana.
Apreté el paso con firmeza, extendiendo las
manos y agarrando con fuerza el sendero
que me llevase muy lejos de la soledad.