Xilos

Piélago

Sus pies, calzados con unas corroídas zapatillas de suela de esparto, se clavaban en la arena húmeda. El sol se asomaba nadando en el horizonte. El agua, agitada y espumosa, iba y venía, borrando en estos vaivenes las huellas dejadas por Manuel en el polvo granuloso y mojado. Su piel, cuarteada y envejecida por el sol y el salitre, estaba impregnada de gotas frescas y menudas de rocío. Y Manuel, mirando ensimismado la inmensa vastedad de agua salada, se perdía en sus pensamientos, añorantes, flotando en el pasado, en sus quimeras. El viejo pescador se sentó en un saliente rocoso y miró cara a cara al mar, a su mar, mientras que pensativo, escuchaba la barahúnda de la agitación marina. Recordaba cuantos apasionantes plenilunios había pasado a bordo de su barca, abordo de su "Isla León". La visión de los peces, el mar picado y embravecido, su sombra luchando quedamente contra el piélago salado, hacían que un calambre mustio y tormentoso le recorriese la columna vertebral.
El fresco aleteo de una desconfiada gaviota lo volvió en sí. El ave, juguetona, picoteaba una roca a la vez que, perezosamente, abría sus alas mirando el azul.
-Hola gaviota, compañera de siempre -pensó Manuel.
-Hola pescador -pensó la gaviota.
Un brazo de agua ondulante se rizó sobre las rocas y el pájaro, nervioso, remontó el vuelo, meciéndose en el aire, hasta que el agua burbujeante y babosa se retiró de nuevo, entonces se posó muy lentamente, casi flotando, ingrávida, sobre el peñasco, dando a la vez un graznido de conformidad; o quizás fuese una pregunta dirigida al pescador.
-¿Qué haces ahí, en tierra firme. Los barcos están en la mar. ¿Cómo no estás en tu chalupa?. ¿Cómo no sales al charco con tu "Isla León"?.
Y Manuel, interpretando el graznido, le contestaría en voz alta...
-...la vida no pasa en balde. Las manecillas del reloj avanzan, y nosotros también. Peros las agujas vuelven al inicio y uno se acerca al fin. Este es nuestro ciclo. Este es mi ciclo y el tuyo. Aunque tú todavía eres joven, fresca y ágil. Mi cuerpo está desgastado y ya no resiste los embates del mar, de mi mar. Por eso lo miro, por eso lo toco, por eso se trastorna todo mi ser al contemplarlo, porque fue mi vida y es mi vida.
La gaviota se puso triste y alzó el vuelo, majestuosamente, alto, muy alto. Y desde arriba, con la visión reducida de todos los planos, vigilante, acechaba sus plateadas presas; hasta que vio el momento preciso, chilló su reclamo y descendió como un torpedo, entrando en el agua y arponeando un pez de movediza cola ensangrentada. El resto de los peces que le acompañaban, asustados , se esparcieron en varias direcciones moviendo ávidamente sus branquias, nerviosos y aterrados por la impresionante inmersión del arponero.
Al fondo un buque hacía sonar su sirena. El mar rugía. Las gaviotas, en bandadas, con sus quejidos lastimeros, contestaban a la embarcación que seguía haciéndose escuchar con música de trombón. Todo igual que siempre, modulado como siempre. Todo en armonía, con igual ritmo que siempre. Todo; todo hizo que Manuel sintiese un vértigo evocador, sintiéndose menguado; y se puso de pie mostrando al entorno marino su cuerpo alto, encorvado y desganado, su piel agrietada, su ser frágil y quebradizo. Vociferó llamando a la gaviota. Quería hablar con ella del mar. Y llegó la gaviota, o quizás fuese otra hermana de la especie, pero daba lo mismo. Manuel se puso a hablarle de las emociones de su historia, de su pasado.
El sol se levantó en el horizonte despegándose de la linea del infinito, fluctuando mayestáticamente, dominante, sojuzgando todo su imperio diurno. Sus rayos, como musculoso brazo de forzudo, daba brillantez a un cielo diáfano, azul claro y refulgente.
La angustia le anudaba la garganta y quiso borrar sus fantasmas. -¿Por qué no puedo gozar del entorno desde tierra firme?. Nadie, nadie me puede quitar el mirar el mar todas las mañanas, o percibir su olor peculiar, yodado y penetrante, o disfrutar viendo volar las gaviotas, o alegrarme de que lo que más me ha cautivado en la vida no me llevase nunca a sus profundas entrañas, honduras oscuras donde yacen tantos y tantos marineros, confundiéndose sus osamentas con moluscos y caracolas. Nadie, nadie me puede usurpar el libar la contienda marina desde la retaguardia.
Ahora, Manuel, se podía erigir en adalid de playa, y desde una rompiente o desde una duna, expectante, desataría sus soliloquios a cangrejos y peces, pero muy especialmente a sus gaviotas. Se haría el amo, el dueño, el capitán del arenal costero; y todas las mañanas cruzaría los ribazos de la rompiente, expéditos de los pérfidos abrazos del mar.
Un golpe fluido de aire formó una pequeña y armoniosa tolvanera que flotó con cierta gracia y gentileza, provocando a la vez que la canosa cabellera de Manuel se arremolinara, al igual que lo hicieran sus quimeras.
La nube de gaviotas se fue disipando y el buque se perdió en el horizonte. Varias barquillas costeaban a poca distancia de la orilla, dando colorido a las alzadas de las olas.
Y Manuel, todas las mañanas, soñaba sus fábulas. Se dirigía a su dotación marinera: las gaviotas: -¡a estribor, a estribor! -gritaba con demencia quijotesca cuando se lanzaban empicadas.- Tened cuidado con las aguas bajas, no os pase lo que a los franceses en los esteros bajo el Zuazo.
Y con una varita entre sus manos, entrelazadas y a la espalda, paseaba de un lado a otro de la orilla de su innominado imperio.
Una mañana cualquiera, da lo mismo cual de tantas, de un nublado día, Manuel escribió con su báculo, compañero inseparable, en la arena húmeda. Y escribió el nombre de su amada: "Isla León". Creció la marea y un golpe de mar pasó por encima de la añoranza, dejándola turbia, casi borrada, confundida.
Más tarde, al fondo, como dibujado al óleo, Manuel yacía inerte sobre la arena. Las gaviotas, ahora más alegres, volaban con él. Emitían sonidos suaves y atrompetados. A lo lejos un perro ladraba. Las barquillas fondeaban. En el ambiente flotaba una musiquilla de clavicordios que se confundía con los bostezos del mar.