Era ésta una torcaza que del nido cayó siendo pichón, cierta dama la tomó por mascota crióla en cerrada azotea, rodeada de mimos, más no se fijó en que el cariño no basta si las alas no se pueden usar.
La primavera rozagante y coqueta, de bucles dorados y perfumada de flores, hasta la cerrada azotea no se trepó; luego el verano con su cálido aliento, atraído por melancólico arrullo a la torcaza halló, después de escuchar su pena así respondió:
-Es de humanos el afán codicioso de poseer para sí lo que a sus criaturas la naturaleza les dota, si realmente quieres ver más allá yo te voy a ayudar, pero esas plumas no te van a servir.
Fue así como un trato cerraron y a la luz de los astros se produjo el hechizo que por zanate a la torcaza cambió.
Hubo revuelo al despuntar la aurora; a escobazos corrieron al zanate mientras la dama entristecida en vano buscaba a la dulce paloma.
La torcaza supo lo que era ser libre, y también que por ello debía pagar: ya su apariencia no inspiraba ternura, no había caricias ni mimos, no había cama de zacatito mullido donde guarecerse de la lluvia o el frío, de su pico solo salían graznidos, por su propia especie fue repudiada y a dónde la vieran, rapaces groseros le aventaban pedradas.
El amor del zanate es pérfido, fugaz; tal y como ellos debía tomar y dejar. A veces la nostalgia renacia al contemplar su antigua azotea, pero cuando una lágrima amenazaba resbalar, el viento sacudía sus plumas, invitándola a perderse en el cielo que toda ave tiene derecho a surcar, la bajaba a los arroyos, donde todo pájaro se puede bañar.
Los meses pasaron, las estaciones con ellos, y la renovada primavera contagió de esperanzas a su alma acongojada, luego el verano al verla de nuevo le preguntó si se sentía mejor.
-Pueden las apariencias engañar al mundo, menos a uno mismo, sin embargo no hay nada que me recuerde qué soy.
Fue así como recibió de regalo su voz, ya no importaron entonces las tempestades y hielos, no importaron tampoco los desprecios ni los amores fugaces o las ofensas de secas pedradas, había recuperado la voz de su alma, para consolar a su dama querida, para agradecerle al viento su eterna compañía, para recordar, sin lugar a dudas que era una torcaza,