El fruto no niega a la flor
tal que la flor no niega a la yema.
Reconozco que mi tránsito por tu vida fue rocambolesco.
Mi atmósfera enriqueció tu elíptica, tu ozono, tus cambios
de estación, tus tormentas...
La rarefacción de tus aires sentaron las bases de una nueva teoría,
un teorema que se desmorona en sus catetos e hipotenusas,
que por fidedigno dejó de ser falsable, ciencia aparte.
Andando el tiempo vivo gravitando otras galaxias,
acaso más habitables, más respirables.
Una nueva nebulosa —que se jacta de su incerteza,
que se dispersa sobre el recuerdo de tus gases, de tu helio
incandescente, menos asfixiante— me viene a envolver,
a confundir con atardeceres que por fascinantes parecen
inverosímiles —no hay crédito que arriende esta ganancia.
Andando el tiempo sigo sumido en esta susodicha nebulosa,
sigo condensándome hacia la magnificencia de un planeta,
seguramente enano, que amenaza consistirme,
y sigo manteniendo mi órbita, sin ser engullido por su núcleo,
porque aprendí en ti a mantener la distancia.