Misael Capone

NO ME DEJES, SI EL VIENTO RUGE...

I.

No me dejes, tú querida, si el viento ruge.

Si turbión el bosque hostiga, cíñeme a tu pecho,

Cual preciosa alhaja que segura cuelga.

Conmuévense los montes, pedruscos lloran;

El gamo huye a la oscura caverna,

Y la cabra se pierde en la espesura.

Un trueno aterra el alto cielo;

Tras él relámpago furioso, divina cólera.

Bajo los malvales, hambre el león padece;

Aun en Nemea, permea el agua su armadura[1].

 

II. 

En los arroyos de Lerna, la hidra se zambulle[2];

De la copiosa agua guarda sus cabezas.

Arde el abedul sagrado; a Belenus[3] honra.

Débil altar, la pira que apaga sus flamas.

Larga y nívea barba, tropiezo a los pies descalzos,

El Rey del Acebo[4] sale a la guerra.

Locuaz blande la espada, da temerarios gritos,

Pues apura el orvallo su invernal solsticio.

En calma eterna moraban, dioses y monstruos,

Cuando al mundo sorprendió la tormenta.

 

III. 

Más cerca de tu imagen, guíanme los pasos.

Los mirtos a Ida velan, las encinas del Padre[5],

Mas su voz se escucha nítida y fragante,

Llamando mi nombre a su refugio.

Grato es su albergue, bajo cipreses hermanados;

Magnolias radiantes su lecho pueblan.

Mas no tuyos los labios, no tuya la oculta faz;

Sin tu canto, el glorioso peso de tu pensar,

Desierto a mí parece el florido palacio.

 

IV. 

¡Llagado estoy, dicha mía; hiel de los tajos brota!

¡Oh, enclava tu pie allí donde el suelo bendices!

Pues la cara has vuelto y distingo tu forma,

¡Tu piel impoluta, reluciente sombra!

A tus pies llego; me aferro a la altiva pierna.

Tus dedos cuento gozoso, el ancho de tus muslos.

¡Abrázame, mi cuerpo alzando de la bajeza,

Hasta que el torso exhausto duerma, sabiéndose querido!

 

V. 

A tu amparo crece la esperanza fenecida;

Vástagos, pimpollos, su color retoman.

¡Ruja el viento ahora, y los aviesos espíritus,

Pues – pleno júbilo – he retornado a su pecho!

Asentado en los magníficos relieves, mansa conquista,

Henchido soy del aroma del ébano.

Más cautiva el olfato que el mágico aliso,

Nido de Bran[6], melodioso oráculo.

Acorta el ceiba sus brazos, puerta a Xibalba[7],

Cuando mirra su piel exuda, niebla del sentido.

 

VI. 

Me miran tus ojos, desde el nocturno resplandor;

Rodela y tarja, al suelo depuestas.

¡Descienda la calina, sobre nosotros, ya indivisibles!

Así la hiedra al muro, glicinia a la pérgola.

Fiel guarda, hogar de los espectros,

Nada al mundo somos: ¡ocúltennos tus alas!

 

VII. 

Chillan los elementos en derredor de la bruma.

¡Vierta el cielo su llanto sobre los cuerpos sin atavío!

¡Choquen los nubarrones y truene el regocijo!

Decid a las gentes, a mi madre, mi dulce hermana:

 

“Este se ha perdido, confuso en el turbión,

Y a ella la ruta ha encubierto la borrasca.

Techo no hay que benigno los ampare,

Ni vestido opaca en la piel su destello.

Polar soplo estremece los miembros unidos,

Mas no rinden su atadura.

Déjalos ya, a merced de la intemperie,

Sus ojos ligados en amante necedad.

El Fin del Tiempo hallarálos juntos,

A sí primordial refugio, silente desafío.

Aparta tu mirar, que el cuadro profana.

¿No ves cómo libres las gotas corren,

Y cómo sus espíritus alaban la tormenta?”

 

[1] Alude al León de Nemea, de impenetrable piel, a quien Heracles venció completando su primer trabajo.

[2] El segundo trabajo de Heracles fue vencer a la Hidra de Lerna.

[3] Dios del fuego de la mitología celta.

[4] Deidad de la tradición europea, que reinaba entre los solsticios de verano e invierno.

[5] Árbol sagrado de Zeus.

[6] El aliso estaba asociado a Bran, dios de los galeses.

[7] El ceiba era el árbol sagrado de los mayas.  Unía el inframundo (Xibalba) con la tierra de los vivientes.

 

Autor: Misael Capone (\"Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos\" - 2019)

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