Estaba herida, miraba a mí alrededor y encontraba una lluvia interminable de indiferencia y tras sí pasos que daban siluetas de personas tétricas con un rostro borroso. No lo podía creer, estaba en medio de un consumismo masivo de cosas y agendas por comprar y llenar. Todos parecían estar ocupados teniendo el tiempo para todo menos para pensar. Yo también creía que hacia parte de ellos, con la diferencia de que no pensaba sino sobre pensaba, y sumergida bailaba el vals del inconformismo y la infelicidad. Me perdía en laberintos exhaustos que no terminaban en nada, la vida me había amargado a una escala apenas comprensible. El bullicio, el estándar máximo que había que llenar para ser una persona aparentemente aceptable ante la sociedad. Todo el arte de la humanidad se había reducido a maquillar rostros, pulir uñas y ante los ojos de los hombres apreciar bellezas estigmatizadas en un vacío bobo que no llenarían ni con cinco esbeltas mujeres en la cama. Era un vomito de mundo, los mares no hacían más que mecer plástico, el sol quemaba, a las estrellas las tapaban una espesa neblina de humo, hasta los pajarillos de la madrugada habían entrado en una depresión agotadora. El suicidio era ya una lista normal del periódico. Éramos todos esclavos del mañana y de la expectativa del hombre “moderno” el “civilizado”, vaya circo el que nos habíamos pintados. Era el hombre infelizmente domado, ya no por la iglesia y su dogma, sino por el abigarrado deseo de poseer, ¿poseer qué? lo que fuese en cuanto nos hiciese sentir un poco más completos y menos mortales. Pero jamás pudimos predecir y así entender que la mortalidad nos sucumbiría en el momento meno esperando: cuando de viaje a un lugar prometido el carro topara con otro y chocásemos muriendo, o que viniese otro inconforme y al no estar tan conforme sacase un arma para arrebatarte cuanto pudiese y entonces asustado y aferrándote, nuevamente aferrándote, este agitado apuntara y disparara. La mortalidad diario nos hablaba, con la más mínima tragedia, con la abundante y abrumadora desgracia.
Vivíamos sometidos al miedo y lo que su merced mandara.
En el trabajo no nos atrevíamos a contestar porque nos podían despedir y al despedirnos nos quedaríamos sin comer y al quedarnos sin comer moriríamos de hambre. Era un miedo inconsciente el que nos obstaculizaba el paso de la verdadera felicidad, cada acto ingenuo, el aferrarse a las prendas de marcas de renombre, a lo que a toda costa teníamos que sacar de las vitrinas más brillantes de los centros comerciales, a costa de las deudas que se acrecentaban en los bancos, lo que nos estaba asfixiando, porque el hombre había hecho de sus cánones un mundo que necesitaba ser aparentado, aunque la realidad viniese de regreso con una neurosis que debía ser tratada en cuatro paredes con un individuo preguntando, pero resulta que nada ni nadie, por inmensurable que fuese nos quitaría la mortalidad de un cuentaso. Tuviésemos la casa más grande, el apellido más despampanante, el coche más brilloso, la tecnología más actualizada, ni el cerebro atascado de datos vomitando palabras recortadas de libros regordetes. Nada, podía o podrá hacernos menos humanos, mas eternos o más fuertes.
Se nos había olvidado recordar que el hecho de vivir implica el hecho de que un día, por más lejos u olvidado que este, implicara morir. Se nos había olvidado hasta que vino una pandemia a recordarnos este miedo masivo que hace que la piel se erice, que los nervios se agiten… moriremos.
Moriremos sea porque la economía se esté yendo a pique y nos muramos de hambre, de un virus, de un accidente, de cualquier manera moriremos y por más que nos aferremos, el tiempo, quien pasa cual cometa nos enfrentara con el olvido, es un hecho, y esto debería ser el motor que nos impulse a que luchemos por ser más humildes, menos jactanciosos y un poco más hermanos.
El único lugar seguro ahora son nuestros hogares, con nuestra familia, no amigos, no bares, no amantes, no centros comerciales sino todo con lo que vinimos al mundo y lo único que nos llevaremos, la nada y el amor de quienes realmente nos aman, la incógnita del porque nacimos y por qué somos un instante, un universo que tarde o temprano tiene que cerrar los parpados, por mucho que amo u odio.
Tendrás cinco autos, cantidades vanidosas en tu cuenta de banco que te den el aire de mirar por debajo y ligereza a quien en cambio no tiene sino más el pan que se lleva a la boca. Pero de alguna manera, las enfermedades parecen no hacer excepción con este tipo de personas, puesto que hasta ellas tienen miedo, entonces me pregunto, ¿por qué te agrandas con los pobres y no con las adversidades? jamás podrás sobornar con un fardo de billetes o influencias a los virus o al tiempo, no he escuchado de un humano que tuviese el poder de domarlo.
Ahora el mundo parece ser lo que realmente es puesto que respira realidad, el mundo REAL, no el hombre que lo esclaviza. Nos hemos desvivido por buscarle a este circo evasivo un resumen y un sentido, el hecho es que no lo hay y si lo hubiese somos poco infinitos, demasiado limitado nuestro entendimiento para encontrarlo, por más estrellas que descubramos o más cohetes que enviemos al espacio seguimos sin saber nada.
¿Entonces nos queda? apreciar aquello que no se puede sujetar con nuestras manos mortales, que no podemos poseer, como aquel atardecer que cae de un color entre naranja y morado, que con tanta belleza no nos cabe en los ojos, el sonido de las aves tan corto y liviano, la briza a la orilla de un mar que vive y habla en ecos veloces, las melodías bien hechas por ese don que poseen los seres humanos, las poesías de las almas perdidas que se han reencontrado; aquella pintura del mas irrelevante pintor. El arte de los caídos y el canto de los de hermosa voz. Cada impulso del hombre que aparenta haber nacido con el más prestigioso talento que lo desahoga. Aquel suspiro de los enamorados y el perdón de los decepcionados. No hace falta que recalquemos en la historia, ¡que ya lo hemos sabido desde antes de nacidos!, nos lo han susurrado los abuelos: por el odio los más grandes y absurdos imperios han caído y por más grandes que hubiesen sido nada los detuvo a derrumbarse. Es el mundo recordándonos que la altivez humana no es sinónimo de inmortalidad. Los más pequeños son los más grandes. Es el conocimiento del pobre el más nato.