Rafael inclina la frente y trata de apurarse; se mete en la boca todo lo que le cabe para terminar lo más pronto posible. Sonríe dócilmente, con la vista baja. La salsa tiene un sabor amargoso y le deja en el paladar un regusto de grasa. Traga con dificultad y, dejando unos restos informes en el plato, se levanta de la mesa.
Mientras el chorro de agua fría endurece una costra blancuzca sobre la superficie lisa de loza blanca, que él se esfuerza en disolver a punta de ceniza, la mujer se mueve refunfuñando por la cocina.
El calor del sol cae a pedradas encima de las casas apiladas en la ladera cual si quisieran huir del peligroso mar.
Agarradita al cerro con uñas y dientes, volviéndose medrosa hacia el otro lado, su casa, cuyas ventanas no miran jamás la playa sino que se estrellan contra la hierba amarillenta y las puntas rocosas de la pendiente, es la última del poblado.
Rafael se sienta en el rincón más apartado, más oscuro. Mira la mancha de luz blanca que se filtra a través de un agujero del techo y temblequea en el suelo de tablas sin pulir.
Un proyectil se estrella contra su espalda. El zapato ha rodado debajo de la mesa y Asunta ríe histéricamente.
Rafael, con los ojos anegados en lágrimas silenciosas se pone de pie y sale apresurado.
Se interna en un sendero del bosquecillo de avellanos. A la sombra de las ramas, con las monedas de sol derramándose entre las hojas, con el canto de los pájaros y de los insectos, Rafael se calma poco a poco.
A sus 15 años, sólo ha recibido esa clase de mimos por parte de su madre. Su padre, nunca lo conoció.
Su hermano menor, Mauricio, blanco y rubio, es hijo de un turista que pasó por el pueblo, y ella lo exhibe como un trofeo.
El padre de Rafael debió ser un lugareño, pero es un tema del que nunca se habla. Seguro, de él ha heredado sus piernas un poco torcidas, su color prieto, sus ojos chicos y achinados. Siente sobre los hombros el peso de una tremenda injusticia.
Distraídamente, ha llegado al lado opuesto de la montaña. En un prado lleno de pasto miel una oveja, sola, pequeña, mansa, mastica pensativa un bocado de hierba. El prado colinda con la cantera, y Rafael se instala a descansar sobre una roca saliente. El animal lo mira mientras come. A Rafael no le gusta que lo miren.
Sin embargo el animal no se da por enterado, agacha unos segundos la cabeza, el tiempo de tomar otro bocado, y vuelve a fijar su vista en este visitante inesperado.
Rafael toma una piedrita y se la tira. Quiere espantarla, quiere que se vaya. Pero sólo corre en círculos. Entonces observa que está amarrada.
Dentro de sí crece una ira sin sentido, y le lanza otra pedrada. Esta vez es un proyectil mediano, capaz de hacer daño, el que se estrella contra el pelaje lanudo y sucio. La oveja ha balado de dolor, de miedo, de no comprender.
Sin saber por qué, ese balido aumenta en él la rabia ciega, inexplicable. Comienza a lanzar piedra tras piedra. Cada vez más fuerte. Cada vez más grandes. El pelaje blanco grisáceo se ha teñido de sangre en varias partes, los balidos son cada vez más lastimeros.
El muchacho no escucha no piensa una fuerza incomprensible mueve su mano una furia que nace desde lo profundo de su ser explota en cada pedrada, se proyecta, y ante él, allí, tirada en la hierba asoleada y reseca, está Asunta, balando sus últimos insultos, sus últimas carcajadas, despedazada, sangrando, inmóvil, muda, para siempre muda.
Agotado, Rafael de nuevo se deja caer sentado sobre la roca, se cubre el rostro con las manos y solloza hondamente, largamente.
Poco a poco va recobrando la facultad de ver y de pensar. Fija con asombro la oveja muerta en el prado.
Luego echa a correr, huye, de ese cadáver con su lana manchada de sangre, del recuerdo de los balidos, del recuerdo de la furia, de sus recuerdos, huye, y sin darse cuenta llega frente a su casa, el único hogar que conoce, el único refugio, donde su madre le gritará toda clase de insultos y le arrojará lo que tenga a su alcance.
A medida que se acerca, su paso se hace lento, vacilante…
Abre la puerta de la cocina. La mujer está de espaldas amasando pan, y él camina tan sigilosamente como puede para no molestarla.
Busca instintivamente su sitio acostumbrado en el lugar más alejado, más oscuro.
En el cuarto vecino se oye el llanto de un niño.
Y Rafael se siente feliz por unos instantes, porque pese al tono, cortante y áspero, lo está incluyendo, lo está haciendo partícipe de la vida familiar.
Mientras mece al hermanito para acallarlo, la pieza se llena con el olor del pan recién horneado, el fuego tempera el aire que se ha enfriado al ocultarse el sol, su madre pone las tazas sobre la mesa y empieza a servir la once.
Tal vez ahora no le diga nada, tal vez ahora está calmada, tal vez lo quiere un poco a pesar de todo…