Es posar el rostro en la almohada
y venir un suceder de quebraderos.
Es hora de dormir, me lo dicen los ojos.
Reposo la mejilla sobre la fragante almohada.
Escucho de seguida unas palabras, apenas un
leve susurro que me conduce a una suerte
de dulce y pasajera muerte.
Mi almohada me aconseja; la escucho.
Almohada—. El día ha sido duro.
El esfuerzo provechoso.
El descanso ganancioso
te abatirá cual cianuro
que escanciara presuroso
el brazo de un bello Morfeo.
El durmiente—. Repiquetean sin descanso
contra un dédalo demente
mil acervas incógnitas
que apartan a mi mente
del necesario remanso
que traer a mí pretendes.
La vida ha hecho en mi carne
presa que librar no jura.
Ayer tomé decisiones
que hoy me pasan factura.
Almohada—. Olvida en este instante
el negror del nubarrón,
déjate llevar de este son;
la lira que Apolo tañe.
Así fue como a la postre la «Siblia muda», según el ingenioso
decir de Gracián, convenció de sueño al cuitoso mortal.