La calma invade la ciudad,
el tráfico y bullicio se han apagado,
el café de la esquina que se llenaba los domingos
hoy se encuentra cerrado.
No ríen los niños en el parque
ni veo abuelos leyendo el periódico o tomando café.
La ciudad se nota vacía, solitaria,
enmudecida, casi como si fuera a desaparecer.
Entonces, pensativa en el balcón,
y a punto de liberar una lágrima;
escucho el canto de un soprano
y la guitarra de un trovador.
Le siguen las notas del piano
las palabras del escritor,
combinados con los pasos de tap
y un danzón que baila la pareja en el departamento de arriba.
Comienza a salir la gente,
y desde sus ventanas deleitan sus sentidos
con tal presencia de arte, escondida y revelada,
para cualquiera que desee ser espectador.
Y comienzan los aplausos
y renacen las calles,
y las risas de los niños las adornan
y los ojos de los mayores se iluminan.
Y entonces el día que todo acabe,
la gente contara las historias
de como el arte fue, si no el método para ganar la guerra,
al menos nos ayudó a soportarla.