En sus rostros se desdibuja la sonrisa.
Es flamante madrugada
y los jóvenes esperan en los andenes
de una estación ausente, a un tren que se demora.
Fuera, cuelgan cuchillos de hielo de las cornisas
y una pátina blanca cubre el suelo y lo embalsama.
Nada pervive en aledaños. Nada se impulsa o estimula.
Tan sólo en el óvalo del reloj crucificado frente
a las vías late un hálito de vida:
«La una y diez», marcan sus brazos fieles.
Es entonces cuando se oye un tamborear
acompasado y unos silbidos agudos.
El haz de luz mancha la niebla y la perfora
y aparece el gran dragón de acero
envuelto en la humareda.
Todo surge en el preciso instante:
Las lágrimas, los abrazos, los adioses…
El tren parte de nuevo y se hunde en el vano de la noche,
escollo de aliento caminando casi a ciegas.
«Adiós mi España querida», modula la voz irregular
de uno de los jóvenes que se ausentan.
Algún suspiro, luego un silencio de trance se apodera
del convoy, un mutismo que incomoda.
Cuando las últimas sombras reviertan en el albor,
habrán cruzado la frontera. Y nuestros jóvenes,
con sus sonrisas desdibujadas, con sus ricas cargas
de cultura, se instalarán en Lyon, Zúrich
o por la cuenca del Ruhr, al borde siempre del progreso.
Y esperarán, aunque pasen muchos años,
como hicieron un día sus mayores,
a que los retornen al país de procedencia.
A que el tren de la esperanza cruce de vuelta las naciones
izando su bandera, pero esta vez,
con las sonrisas en sus labios dibujadas.
En sus rostros se desdibuja la sonrisa.
Es flamante madrugada
y los jóvenes esperan en los andenes
de una estación ausente, a un tren que se demora.
Fuera, cuelgan cuchillos de hielo de las cornisas
y una pátina blanca cubre el suelo y lo embalsama.
Nada pervive en aledaños. Nada se impulsa o estimula.
Tan sólo en el óvalo del reloj crucificado frente
a las vías late un hálito de vida:
«La una y diez», marcan sus brazos fieles.
Es entonces cuando se oye un tamborear
acompasado y unos silbidos agudos.
El haz de luz mancha la niebla y la perfora
y aparece el gran dragón de acero
envuelto en la humareda.
Todo surge en el preciso instante:
Las lágrimas, los abrazos, los adioses…
El tren parte de nuevo y se hunde en el vano de la noche,
escollo de aliento caminando casi a ciegas.
«Adiós mi España querida», modula la voz irregular
de uno de los jóvenes que se ausentan.
Algún suspiro, luego un silencio de trance se apodera
del convoy, un mutismo que incomoda.
Cuando las últimas sombras reviertan en el albor,
habrán cruzado la frontera. Y nuestros jóvenes,
con sus sonrisas desdibujadas, con sus ricas cargas
de cultura, se instalarán en Lyon, Zúrich
o por la cuenca del Ruhr, al borde siempre del progreso.
Y esperarán, aunque pasen muchos años,
como hicieron un día sus mayores,
a que los retornen al país de procedencia.
A que el tren de la esperanza cruce de vuelta las naciones
izando su bandera, pero esta vez,
con las sonrisas en sus labios dibujadas