Te amaré siempre; que no importen el número
de las olas que pretendan borrar lo que fue.
Estamos —ahora, en este instante— sentados, solos, los tres,
tú, yo y la Luna, que nos mira desde allá arriba, quieta, muda...
Estamos —siempre, eternamente— aquí sentados, a la orilla
de una dicha que mañana será tan solo una ilusión.
Estamos —ayer, anteayer, hace mil años— acurrucados sobre
el frío de una roca que resiste el embate liviano pero constante
de una ola tras otra, tras otra, tras otra, otra..., durante tantos
años que el reloj de la plaza de atrás no da abasto a contarlas.
Estamos —desde que esta playa es playa— esperando la salida
del rociero sol de cada alba sin despegarnos, sin sustraernos al
callado rumor de las sirenas que nos alientan al desahucio.
No renunciaremos a estar aquí —al pie de una ensenada que llora
nuestra ausencia— mientras la espuma del mar siga celebrando
el café vespertino que nos adentrara en los reinos de la noche;
tú, yo y la Luna. Los tres solos, como siempre: ayer, hoy, mañana
y hace mil años.
Festejando —ahora—esa tarde que nos conocimos al albur de unas
cometas que volábamos tú y yo, solos, con la Luna de testigo.
A este tenor el viento se nos levantaba ventisquero, reclamando un
invierno de un vigoroso verano que no hizo golondrinas.
Aquí —sólidos como una estatua de sal— seguimos esperando el
necesario rescate de la Historia.