Alrededor de la vasija de greda, crece el musgo y unas minúsculas florecillas malvas que, cuando la luz declina, se ven casi blancas. Un gato manchado suele venir a dormir dentro de ella. Desde atrás de la vasija, asoma el cardenal doble sus flores rojas orilladas de blanco, y tras el cardenal, se alza la pared con su pintura verde descascarada, mostrando a trechos su fondo de cemento crudo.
Sobre la muralla crece en primavera una enredadera que va tiñendo sus hojas hasta llegar al carmesí, y al terminar el otoño gotean una a una, como si la pared sangrara. Pero ahora que es invierno sólo queda la trama seca de las ramas poniendo algunos matices amarillos y ocres sobre toda la fachada hasta llegar al balcón.
Siempre que paso por el frente, lo primero que miro a través de la reja de fierro forjado cubierta de óxido, es la vasija de greda puesta de costado, panzuda y rojiza, impregnándose con la lluvia que cae y cae, incesantemente.
Luego los ojos se sienten atraídos por el cardenal y entonces, algo nos obliga a subir la mirada a lo largo de la pared por la esquina a nuestra izquierda, hasta llegar al balcón.
Es un balcón semicircular, de fierro trabajado formando tallos y hojas. Fue pintado de verde alguna vez, de un verde claro con un agradable matiz grisáceo, el mismo color que tuvieron las paredes y como ellas se ha descascarado casi por completo, dejando ver trozos de fierro negruzco o rojizo de moho.
Tras el balcón, hay una puerta-ventana con las cortinas siempre cerradas. En verano, los días de mucho calor, una mano invisible entreabre un poco los postigos. Pero ahora es invierno y la lluvia resbala sobre los cristales. El techo... el techo debe ser de tejas metálicas... En realidad, los ojos no suben más allá del balcón.
Entre el balcón y la puerta-ventana, apoyado sobre la balaustrada, un muñeco del tamaño de un niño de cuatro o cinco años fija sus ojos de vidrio en la lejanía. Su chaquetita de lana azul oscuro y sus pantaloncitos grises, gotean, empapados; su camisa blanca se transparenta en gris sobre su pecho. En verano, a contraluz, las tardes le dan a sus mejillas un leve tinte rosado. Pero ahora llueve, y en la luz grisácea, amortiguada y cruda a la vez, sobrecoge la lividez del rostro y de la mirada, lavados por innumerables inviernos.
Cada vez que paso frente a ella, no puedo apartar los ojos, por unos momentos, de ese incongruente muñeco puesto allí, bajo la lluvia.
Luego sigo mi camino con el corazón un tanto sobrecogido. Y el ruido de las gotas sobre mi paraguas me parece más triste que nunca.