Repiqueteaban las gotas alegres por mis ojos,
observaban aquello que me había estado esclavizando,
el dolor y el miedo se consumieron
hasta ser unas tristes cenizas sin fondo.
La nube que gris se posaba
desentonaba una canción melodiosa
que recorría mis oídos impaciente
por si algún muerto en mí hubiese vivido.
Y entre aquel valle de eterna tormenta,
apareció una luz, un ángel,
que, acariciando mi mano, me guio entre aquellos truenos
que hacían de mí una pobre criatura.
La sangre pasó a ser una flor
que se endulzaba con sus propios suspiros y,
mirándome, quiso tocarme el alma.
Sentía que los truenos ya no sonaban,
ya no murmuraban sus cantos amargos.
El árbol que, al final del claro, se posaba,
sonrió aunque el eterno cazador lo quisiera arrancar,
lo quisiera mermar de sus raíces,
lo quisiera asesinar.
La última gota de ser humano
se expandía por aquella tormenta,
que, ramificando sus dones,
quiso volver a su hogar.
La última luz quiso abrazarme como si no hubiese un mañana,
mientras el espectro oscuro y gris
burlaba de mí a mi lado,
alejándose de mi persona,
teniendo miedo al compás.
El latido de mi pecho
se encogía hasta poder verse a sí mismo como una gota de agua,
y murmuraba sonetos de esperanza
que latiendo por mis oídos, me hacían querer vivir.
La inmensa sombra del pasado se rebeló entre aquel temporal:
Quiso asesinarme como si no hubiese un mañana,
mientras yo, a escasos metros de la luz,
me hundía en pena y miseria, como falleciendo.
Una melodía demoníaca se alzaba detrás de mí:
Mis pies iban en dirección a la sangre,
asimismo el barro lamía mi alma,
encanto que hubo sido juventud algún día pasado.
Sin embargo, entre aquella lucha de incertidumbre
se posó la luz, -yo casi muerta-
para susurrarme con su voz de viva
que aquel paisaje fue el cadáver de la vida.