Me envuelvo
en esta blanca túnica de luz
mientras,
atrás,
en la tremenda lejanía,
desde los más remotos confines
de las voces,
suben lentos dragones sedientos;
sus garras intentan atravesar las tinieblas,
sus fauces vomitan el fuego del horror.
No son humanos,
no pueden serlo,
vuelo agazapado de bestias
habita el aire,
mientras intento,
sobrecogida,
abrazando la casa de mi infancia,
la que guarda el misterio y la añoranza
entre papeles coloreados
y la madera descompuesta
de un caballito de balancín
abandonado bajo la lluvia,
defender ese único sueño
disfrazado de miles,
ese único sueño de altura
y de nube
y de vuelo
y de cielo siempre claro
donde nunca se ahoga el pensamiento.