Las nubes, repentinamente.
Células implacables que transfieren
su eclosión participante. En la
estrechura, un siglo de dedos contiguos.
Y en la mansedumbre de los días,
el espacioso término de un valle, un prado.
Como repentino, su grito auxilia
la luz tardía, crepúsculo cercano
que emana de las rocas. Un siglo,
de dedos sin amor; una lúgubre memoria
eternamente aplazada. En los vértices,
la espesura busca su materia palpitante.
Lumbre incierta que combate los hilos
del cable telefónico: sombras, sin duda,
de una noche ligeramente fría.
Esa sensación de cansancio que difumina
las palabras y su ámbito.
Yo, terrestre hasta la médula, invado
lunas y territorios, hago de mi pan cálido,
cancerbero del ruido sin retorno-.
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