El silencio
fluye como un océano infinito,
por las desoladas ciudades
que han perdido la piel del sonido,
la cuerda de la guitarra;
el grito de la guerra,
el susurro de la voz seductora.
Abarca las costas de nuestros sentidos
y viaja a lo profundo de nuestro ser.
Pensamos en el silencio
como las paz de los sentidos
sin embargo se mueve
con corrientes propias
que hacen tormentas de llantos.
El silencio aturde
tanto como el ruido estrepitoso de las olas;
es un muro que se agiganta
entre el sonido vacuo de una voz
y el crujido de huesos que
muele la osteoporosis.
A veces el silencio
vibra como el último estertor
de la cuerda de una guitarra;
muere el sonido sacramental
de la nota musical y cerramos el telón.
Dejamos que su voz sin audio
parezca al zócalo de una tumba
donde descansan lo sonidos
ruidosos de nuestras gargantas.
El silencio me pone de puntillas
a horcajadas de la risa
y como un potro salvaje me tira
en el camino de lo desconocido.
Es siempre el silencio la voz
del desvalido que calla, calla;
azuza a su gravidez interior
y grita mordiéndose la lengua.
Llegó el mar del silencio
habían callado los libertos
habían callado los héroes
habían callado las niños
en los úteros de sus madres.
Habían callado los hombres de guerra
habían callado las mujeres su amor
habían callado los ciruelos en los cementerios
habían callado los jilgueros en el bosque.
El silencio ahogaba la respiración
y sentíamos que moriríamos
si el viento movía una hoja y la hacía crujir.
De golpe caímos al vacío del silencio
la gran avenida de los muertos
al final el muro de los sentidos
sin aplausos, sin vibra;
sin el chasquido de los labios
pidiendo un gramo de amor
para los devorados por el silencio.
También los muertos se fueron en silencio
sin despedirse de sus amados.
La paz de los sentidos
es un agudo chasquido interior
que trepita como una onda expansiva
y nos deja en suspenso
como una nota de silencio en cursiva.