A ver si escampo al aroma
de este café y este libro.
Me asomé a la ventana como de costumbre para tomar
el primer viento fresco de la mañana y todo apuntaba
a un día luminoso y bonancible. El sol —tempranero como
de costumbre a estas alturas del año —ya estaba destellando
sus primeros saludos a los madrugadores vecinos de mi
manzana antes de emprender el camino diario al trabajo.
Tras esta primera bocanada de optimismo me dispuse a
preparar el desayuno de tostadas y zumos de fruta.
Ya sentado en la mesa del salón —con la bandeja por delante
y la televisión tronando a la izquierda —escuché que el tiempo
discurriría soleado a lo largo del día en toda la península excepto
en una de sus viviendas —de la que solo lanzaba como pista que
su desafortunado morador estaba en ese preciso instante mirando
la caja tonta y desayunando con cara de estupefacción—.
Fue oirlo y quedarme con el trozo de tostada colgando de la laringe,
casi a punto del vómito. Me levanté atónito, fui a la cocina a dejar
los restos y quedé empapado ante el repentino aguacero que recibí
nada más posar dentro el primer pie. Sobre el mueble esquinero
—ese donde guardo el atrezzo de las comidas— se había establecido
una nube tirando a broncínea, de desarrollo vertical, que no cesó de
jarrear durante veinte minutos. Cuando terminó la precipitación pude
recoger unos cincuenta litros por metro cuadrado que —menos mal
que vivo en un primero y debajo hay un local comercial yermo todavía—
no tuvieron consecuencias aseguradoras.
Me puse las botas de agua y el chubasquero y me afané en achicar por
espacio de una hora aproximadamente, al tiempo que me preguntaba
sobre la maravilla que había ocurrido y sus posibles causas —no podía
entenderlo en lo más mínimo—.