Una antigua leyenda cuenta que la víspera de navidad los animales hablan. Eso comentaba un amigo esta tarde.
-No me extraña - le respondí – ¿por qué la víspera de navidad habría de ser una excepción?
- Estoy hablando de los animalitos de cuatro patas - me contestó.
Estábamos sentados a la mesa de un restaurant frente a una taza de café.
El aire gélido se filtraba por la puerta vidriada cada vez que un cliente entraba o salía, produciéndome un estremecimiento desagradable.
Detesto el frío. Soy como los gatos o las lagartijas, adoro el sol y si pudiera, iría a refugiarme durante el interminable invierno valdiviano a algún sitio cálido y luminoso.
Si odio el frío en invierno, ¿qué decir de la incongruencia de este helado diciembre?
Porque hoy, víspera de navidad, debido al calentamiento global, una corriente polar invade las calles a pesar de estar empezando el verano. Paradojas del clima.
Mi amigo me hablaba de antiguas leyendas navideñas y yo lo escuchaba distraídamente. Un asunto me tenía pensativa desde hacía algunos meses: la hija de una vecina andaba desaparecida.
La noticia salió en los periódicos: una mañana, al entrar en el cuarto de su hija, Javiera Cuadra encontró la cama vacía y, pese a la escarcha que pintaba de blanco la hierba y calaba los huesos, la ventana abierta de par en par. Y de la pequeña Aurora, ni rastro.
Recordé que varias veces hube de darle a esa niña una taza de leche caliente, ya que se notaba a las claras que andaba en ayunas.
Delgaducha, ojerosa, triste. Así la describiría. Sobre todo triste. Con esa dolorosa lucidez de los niños que sufren.
Ya me había llamado la atención que esa tarde, la tarde anterior a su desaparición, no se oyeran los llantos acostumbrados.
Gritos de una mujer histérica y llantos desconsolados infantiles, no es algo que pueda pasar desapercibido en un vecindario de casas tan próximas como el mío.
La policía, por supuesto, no daba aún con el paradero de la chiquilla. Se barajaban dos hipótesis: un rapto o una fuga. ¡Una fuga, háganme el favor, de una niña de 7 años en plena noche y en Agosto!
El barrio entero anduvo vuelto patas para arriba durante un tiempo. Se hablaba de robachicos, de trata de menores, de venta de órganos. Muchos vecinos pusieron rejas en sus ventanas. Luego se olvidó el asunto como pasa con todo. Ya estábamos en diciembre y no se sabía nada de ella, todavía.
Tal vez porque se acercaba navidad yo volvía a pensar en eso.
En verdad, nunca había dejado completamente de hacerlo: la echaba en falta cada vez que pasaba frente a su casa, en el silencio inusitado de las noches, en las mañanas en que notaba su carencia entre los otros chicos mocosos y embarrados que corretean por el callejón. Ah, sí, no es un vecindario de barrio alto el mío.
Terminamos el café y salimos al hielo cortante de la Baquedano, donde el viento parece engolfarse como en un tiraje. Nos despedimos en el ángulo frente al Banco del Estado.
Hundí el cuello en la bufanda de lana, apurando el paso. Corrí para alcanzar el colectivo y recordé, divertida, las palabras de mi amigo, cuando el chófer con cara de buldog preguntó dónde iba.
Al entrar en la sala, y a pesar de mis ganas de arrebujarme al lado de la estufa, Cisne me lo impidió ladrando junto a la puerta.
Cisne movió la cola en respuesta.
Tuvo una especie de gemido, como para decirme: “ya estás con tus disparates otra vez”.
Salí de nuevo a la oscura y fría calle, con Cisne tras de mí.
Entonces, en vez de ir detrás de unas matas o junto al tronco del encino, sus lugares habituales, lo veo enfilar rumbo a la pampita, a unas manzanas de mi casa, un sitio abandonado después del incendio que destruyó media cuadra.
Cisne, un perro de aguas blanco, (de allí su nombre por si algún lector un poco bruto no es capaz de hacer la relación), no es en general un modelo de obediencia. Siguió corriendo hasta el interior del terreno y me pareció que escarbaba demasiado.
En vez de hacerme caso, siguió cavando con más ahínco a la par que ladraba, frenético.
Avancé hasta él con precaución, alumbrando con el celular. Me quedé, no digo helada, porque ya lo estaba, pero sí muda.
Cisne había sacado a la superficie lo que quedaba de Aurora, enterrada ahí, tras haber sido asfixiada con el chal de su madre.
Es curioso los nombres lindos que ponen algunas gentes a sus hijos, para luego martirizarlos.
Aparte de eso, Cisne no tiene mayores galardones y jamás ha pronunciado palabra alguna, y, francamente, por la expresión con la que a veces me mira, prefiero, que nunca lo haga.