Death, be not proud
John Donne
Hemos ido menguando,
disminuyendo poco a poco,
hasta redurcirnos casi casi a cero
los nacidos antes de la última guerra,
los últimos sobrevivientes,
la memoria histórica de una era
a caballo de dos mundos.
Cada uno de nosotros es una biblioteca
o, mejor dicho, un archivo
que sería quizá importante defender
del riesgo de inundaciones e incendios.
Habrá, por supuesto, la excepción
extravagante de algún centenario
que volverá a repetir sus recuerdos
hasta que se vuelvan falsos
y totalmente inutilizables,
pero al final él también morirá.
Será de veras triste pensar
en la espantosa carnicería provocada
por el tránsito de una entera generación,
por el tránsito de tantos cuerpos en la tierra,
cuerpos hechos de piernas y nalgas,
de vientres llenos de vísceras,
de pechos hinchados por las esponjas
de los pulmones y por las válvula cardíacas,
de brazos con sus apéndices táctiles,
sin olvidar los cráneos
embutidos de materia grisácea
y los rasgos de las caras
con su serie infinita de muecas.
Hemos inventado expresiones
para oportunamente definir
este avanzar o retroceder a la deriva,
este forcejear, caerse y sucumbir
al cáncer de próstata, al infarto,
al cáncer de pulmón y de mama, a la pulmonía,
a la pancreatitis, al alzheimer,
a la agresión de los virus,
al atropello en el paso peatonal
por la distracción de un momento
de quien conducía hablando en su móvil,
a todos los innumerables modos
que la muerte inventa para barrer
el terreno y limpiarlo de los residuos
de la generación precedente.