Alberto Escobar

El tiovivo

 

Si el corazón pudiera pensar, se pararía.

Fernando Pessoa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Con los pies expectantes sobre la arena su padre espera.
El tiovivo que la impulsa no hace más que dar vueltas.
El caballo que la eligió su amazona como pollo sin cabeza
se precipita al abismo de los ritmos y las fechas.
La música continúa sin dar tregua al director de orquesta,
que dispone su disonancia entre el murmullo de la realeza.
El mundo que tras la reja espera no guarda sermones ni recetas,
y si un mal resorte detuviera la secuencia, la niña se baja, perpleja,
desciende la cabeza y tiene que pensar sin que de pensar entienda.
Su padre se acerca precedido de una queja y para llevarla a tierra
le ofrece sus brazos, que se tornan fragante hiedra.
Ella mira a su padre, a los ojos, esperando una valerosa respuesta,
pero la respuesta se hace esperar hasta brillar de ausencia.
A la postre, de su boca brota como un balbuceo de certezas
que se disipa en la distancia entre su deseo y sus quimeras.
Pero esa respuesta que el padre esgrime es silencio que silencia,
es nebulosa que genera cual rocío más dudas, más resistencia.
La música amansa a las fieras —dicen— pero es inmune a las urgencias.
La niña que prendida de la mano del padre del tiovivo se aleja,
es una niña más difusa, más confundida, menos cierta.
Antes de perder de vista su caballo la niña echa su mirada a la trasera,
le dedica unas lágrimas que anuncian olvido, silencio y pena,
y su padre —ignorante y sin ciencia—se ensimisma en resultados, balances
y cuentas que al día siguiente deberá rendir a la empresa.