Antonela Chiussi

Rivalidades Costeras

 

En Portugal existe un pueblo costero, que se encuentra justo en la mitad entre un río y el mar, y donde las casitas de techo a dos aguas están pintadas, a rayas, de diferentes colores.

A las rivalidades, como fútbol, religión o política, se las traga el agua de río, o de mar (según la dirección del viento) no pudiendo llegar, de esta manera, al pueblo.

Por tal motivo, los vecinos, tuvieron que inventarse una local.

El esmero en arreglar sus casitas fue el nacimiento de todo.

Si bien cada uno puso su mayor esfuerzo en dejarla “pipí cucú”, terminaron siendo unas pocas las que sobresalieron del resto, y las que ganaron, finalmente, varios simpatizantes.

De modo que cada cuál tenía su casa favorita, con la que solía colaborar, regalándole flores, adornos para el jardín, o tarros de pinturas para cuando las rayas comenzaban a decolorarse, cuando se avecinaban épocas de lluvias.

Pero había dos (como en casi todos los órdenes de esta vida), que eran las más populares, las que mas fanáticos tenían, y las que resaltaban sobre el resto. Yo no se, honestamente, si por lindas, pero sí por famosas, eso seguro.

Se encontraban, casualmente pegaditas, una con el techo de rejas coloradas cayendo hacia el mar, y la otra, de techo verde inclinándose al río.

La de rayas verdes y blancas pertenecía a Felipe, y quién vivía en la rayada blanca y colorada era Fermina.

Pasaban días enteros espiando por las ventanas, compitiendo por quién tenía más turistas sacándose fotos junto a sus puertas.

Por supuesto que, tal cual como debe ser, por el hecho de estar en bandos (o casas) opuestas, ninguno se dirigía la palabra, ni siquiera para el saludo.

Pero el clima les jugó una mala pasada.

Luego de varias semanas de lluvias constantes, por fin se asomó el sol e instantáneamente abrieron sus puertas, Fermina salió en pijama y Felipe en pantuflas.

Bajaron las escaleras externas corriendo, mojándose las manos con las gotas que aún se encontraban acumuladas en las rejas frías y finitas del pasamanos.

No había sido tan grave, después de todo, pensó cada uno por su lado. El pasto un poco crecido, más de lo normal, pero con un verdor aún más fluorescente, los duendes de yeso empapados pero firmes, las rayas conservaban cada una su respectivo color.

Todo parecía bien, hasta que sus ojos se toparon con el frente, justo al lado de las puertas de entrada, ambas enredaderas habían crecido de una manera prominente… ¡y torcida! ¿Quizás el viento?. Poco importaba ya la causa, lo cierto era que se habían mezclado, fundiéndose en un gran manojo de plantas y flores, verdes y coloradas, que lejos de funcionar como limitadoras de espacios, invitaban a la unión y al malentendido.

Desde lejos, hasta parecía una sola casa. Y de cerca, también.

Por otro lado, haciendo uso de la época de tormentas, no faltaba aquél vecino fanatizado que aprovechaba la ocasión para hacer alguna maldad. En este caso, habían robado de la casa de Fermina la manguera, y de la casa de Felipe habían roto la canilla del jardín.

Cortar la enredadera no era una opción para ninguno de los dos, y desenredarla les demoraría años.

Como no cruzaban palabra intentaron comunicarse por una especie de lenguaje de señas improvisado, pero como era de esperarse, no funcionó.

Luego de varios intentos fallidos, finalmente cada uno entró a su casa. Ya era la hora de la siesta y el sol comenzaba poner roja la nariz de Fermina.

Recién volvieron a salir al jardín al día siguiente, con caras aún más preocupadas porque ya se comenzaban a escuchar rumores poco amigables, que probablemente algún infiltrado había hecho circular por ambas hinchadas.

La enredadera ya había tomado ambos frentes, cubriendo de flores coloradas y verdes las rayas de las paredes. Ya no podía distinguirse dónde comenzaba una casa ni dónde terminaba la otra.

Para peor, algunas hojas (las más cercanas al suelo) comenzaban a secarse.

Fermina se dispuso a buscar su mangera, y Felipe a abrir su canilla.

Ninguno de los dos tuvo éxito en el quehacer, (por razones que ya sabemos).

Felipe rompió en risa y Fermina en llanto.

Y de estos estallidos, devino, casi naturalmente, la necesaria charla.

Para conectar la manguera de Felipe a la canilla de Fermina, tuvieron que quitar el cerco divisorio.

Y ese fue el comienzo de su historia de amor.

Las rivalidades y fanatismos por supuesto que no murieron ahí, sino que lograron desplazarse: dos casitas que venían peleando por el ascenso, subieron rápidamente a primera división, sin alterar demasiado el orden del pueblo.

Desde entonces, una vez al año, sucede un fenómeno extraño en el clima: el viento sopla desde ambas direcciones, fusionando el aire dulce de río con el aire salado de mar.

Es entonces cuando todos los equipos salen a las calles a festejar, tirándose flores, pinturas de colores y baldazos de agua, inaugurando, lo que hoy popularmente conocemos como carnaval.