andrea barbaranelli

Meditando

                                                                          para Anna María

 

Sentado bajo el roble,

recostado

en su tronco elevándose

hacia arriba, hacia el cielo,

hasta casi las nubes,

cuando hay nubes;

recostado en el tronco del árbol, medito

o me empeño en meditar, siguiendo

los consejos de mi amiga de toda la vida

que milagrosamente envejece conmigo,

que se niega a morir para no dejarme solo en el mundo,

y me invita a encaminarme

por una vía que podría abrirse a quien tenga la voluntad

de desprenderse de las costumbres que lo protegen

de su miedo a la realidad.

Sentado en tierra, con la piernas cruzadas,

escucho mi respiración, me concentro

con una cierta ansia a veces desesperada

pero a veces irónica

porque no llego a tomarme en serio

en esta pose hierática,

me concentro en el flujo de aire

que entra y sale de mis pulmones

como una brisa que sopla

hacia el mar, desde la tierra,

o desde el mar hacia la tierra, hacia mi cuerpo

que queda inmóvil

en este día de primavera

o de otoño incipiente

llevando de la tierra al mar los aromas

del poleo y la retama,

del romero, del lentisco, del adelfa,

el olor a leña quemada

de un fuego encendido

en un calvero bien limpio

para cocinar una sopa de hierbas silvestres,

o trayendo del mar a la tierra la salobridad

de la masa de agua y de aire,

de cielo marino, de vapores que ascienden al cielo

y se condensan en nubes

cargadas de electricidad.

El árbol

medita conmigo o parece que esté meditando,

si admitimos que un árbol medite,

él que vive en otra dimensión del tiempo,

él que no se desplaza ni siente

el ansia de llegar que sentimos los hombres.

A veces me parece

que medite junto conmigo

que escucho el sonido

de cada una de sus hojas vibrando en el aire

estremecidas por mi respiración. Me parece

que una felicidad cruce su vasta copa

y que se recoja en sí mismo.

Espero,

ahora conteniendo la respiración,

espero que alguien me señale

una salida, y oso suponer

que éste pueda ser el propio árbol, pero

seguramente el árbol, en su plenitud de vida,

está más adelante que yo en este camino

que me empeño en recorrer quemando etapas,

impaciente, huraño, con amor y con odio,

con desesperación y esperanza, rabioso, airado

por las supuestas injusticias

con las que la naturaleza nos desgarra

sin darse cuenta, sin quererlo, arrancándonos

al anrazo de nuestros seres queridos,

tormentándonos con enfermedades, con dolores

del cuerpo y de la mente. Pero

solo yo puedo encontrarla, la salida,

si hay una salida.

Solo yo podría encontrarla,

si tuviera la dulce, serena paciencia

que tiene este árbol que extiende sus raíces

hasta los estratos más profundos

donde también nuestros antepasados bajaban

con escalinatas talladas en la roca

para que sus muertos descansaran cerca del corazón de fuego

que alimenta los volcanes.

Avanzando en la misma dirección,

tanteando con mis manos la tierra,

tanteado la roca volcánica,

tanteado los escalones, las escalinatas profundas

hasta las habitaciones

en el corazón de la tierra,

cerca del corazón de los volcanes adormecidos,

buscando un resquicio,

una luz al fondo del corredor que quizá desemboque

a la luz del día, allá al fondo, que quizá desemboque

en aquella playa frente al mar donde navegan las velas

en la luz deslumbrante.

Desde aquí,

desde esta colina,

veo el mar lejano, la playa desierta,

el castillo

de muros ciclópeos

ahora transformado

en un chiche didáctico para turistas,

veo la arena negra que el río sigue acumulando

erosionando las rocas cubiertas de bosques

por cuyos senderos caminaban los hombres barbados

y las mujeres de misteriosa sonrisa.

Una mañana, si bajara hasta la playa,

después de recorrer el sendero

de la colina hasta el mar, podría

recoger una de las conchas que las olas empujan

fuera del agua, recogerla y acercarla a mi oído

para escuchar en su interior laberíntico

el silbido del viento

el fragor de las olas, el murmullo

de las corrientes submarinas. Una mañana,

poco antes del alba, antes de que las velas

empiecen a aparecer en la linea del horizonte,

podría sentarme en un tronco rodado por el agua o en la vértebra

antigua de un cetáceo y respirar el aire

del mar desierto

en esta franja de arena quebrada por el promontorio

en esta extrema orilla de Europa

en la luz del fuego de sus incendios.