ELEGÍA A MIGUEL HERNÁNDEZ
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Martillos, yunques y forjas,
pedazos de hierros con ojos,
carros, bueyes, caballos,
y la vara del arriero.
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Hay ocho caras de luna,
hay siete ojos de hueso,
cinco mil bocas de sapos,
y las palabras del necio.
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Hay diecisiete molinos
en esta selva de lirios,
hay trece lagos de cisnes
y lagartos amarillos.
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Y en los púlpitos de sombra,
en las cuevas del castillo,
cautividad anunciaban:
“sin regreso los caminos”
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Eran las barbas del monte,
y las manos del labriego,
y el enojo de los altos...,
y el grano del molinero.
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Eran cristales clavados
en los cráneos y cerebros,
en los ojos de los pobres
y en el alma de los presos.
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Moraban las forjas negras
y el rayo de tus incendios,
y los trotes de caballos,
y cantos de cementerios.
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Se alzaba tu sangre en llanto
y en tu corazón lamentos,
y en la barca de tus padres,
robaba sueños el viento.
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Pobre mancebo querido
que sombra vino en tu tiempo,
y que galope de angustia,
y que mazazo en tu pecho.
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Descendían los eclipses,
galopaban los espectros,
aumentaban los espantos
y se enterraban conceptos.
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Eras camino de sangre
de sangre y de silencio.
Si rojos eran tus cantos,
más rojos eran tus versos.
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Enmudecían los ríos,
los collados y senderos,
las fuentes tenían bocas
y alas como los cuervos.
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Queridas arpas de luna,
querido hermano de fuego,
arteria de sangre pura,
“compañero, compañero”
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Las montañas se callaban,
se callaban los momentos,
y cuando se callan los montes se callan también los tiempos...,
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¿Quién puede callar el llanto
cuando llora el sentimiento
y prevalece la angustia,
en las bóvedas del pecho?
X
Cuando se callan los montes
se transfiguran los cielos,
la sangre se vuelve llama,
y el llanto se vuelve eco.