Cuando salgas conmigo a otra ciudad,
a otro país distinto, a otro planeta,
a otra dimensión o escuetamente
a otra pequeña calle de este pueblo pequeño,
tómame de tu mano;
no por esteticismo o apariencia,
sino por tantas escaseces mías,
de las cuales quizá la más intensa
sea esa certitud de que mi mano
no se arregla sin ti, que le parece
que no hay nada a qué asirse,
que al mundo no le quedan más que algunas avenidas
y que son todas lóbregas y lentas.
Y cuando no salgamos,
cuando toque quedarse entre cuatro paredes
esperando no sé si la cena o la sombra,
tómame de tu mano;
ni siquiera podré argumentar entonces
algún motivo rancio, pero aún así no dejes
de tomarme, paciente, de tu mano,
en silencio quizá, y olvidadiza;
porque entreveo que voy a precisarte,
en silencio, quizá, y atolondrado;
porque mi mano tal vez no acertará a pedírtelo
y sabrá que no hay nada mejor en qué obstinarse;
y sobre todo, al fin,
porque al menos podré
morir a manos llenas.