Reina de belleza, has hecho tu morada
en mi pensamiento, díscolamente, y no puedo
sustraerte, te quedaste eternizándote
y en la mezquindad de mi sensatez te prendes,
y al hallarte arremetes como un proyectil
entre mis sienes expulsando el hircismo
de mi manía, porque te amo,
si en mis mañanas te ausentas… prefiero
morir lentamente y con laya de héroe,
malgastando mis suspiros, recordando
la rutilación de tus ojos y la expansión de tu acento,
para estar contigo, sí, a solas los dos,
que aun cuando estás ausente aniquilas
mi aliento, y aún con la letalidad de tu adiós,
la liberación de mis suspiros desatas.
Me buscas, bien lo sé, mujer,
para que repita el recorrido en tu piel,
para morar en esa tu entraña cual almíbar
y endulce sutilmente a tu cuerpo en su efusión,
para levitar juntos místicamente en la unión,
entregados a la sublimidad de la embriaguez,
haciendo que fluya de nuestro interior,
¡oh bella dama!, el fuego que devorará
y que sellará a nuestros labios con la flama
de nuestras bocas… navegando con arrojo
en el universo de nuestra cama.
Tus labios, tiritando, han osado
en incurrir en el misterio de un beso
y en el acto, han causado estragos,
ahora, mujer, por el exceso del hecho
recibirás una pena… el escarmiento
será en tu ser, inefablemente, con el suplicio
de no beber el elixir que emerge
de los labios que tanto deseas,
y tendrás momentos de displicencia
con mi presencia sin que nada veas
ni nada toques mientras los días
trascurran hasta que pagues tus osadías.
Tras el idilio, te perpetuaste en mi ser,
no hay quien pueda extraerte de mí,
eres la presencia que me hace vibrar;
habitaste en las vidas que antes viví,
y resurgirás en las siguientes,
así que tu triunfo puedes pregonar,
pues aunque perciba mil olores,
tu aroma en mi alma no se ha de desvanecer.