Admiro las personas que son capaces de leer el alma, a través de una mirada.
Que aconsejan sin pronunciar palabra alguna, pues sus vidas trasmiten todo, son ya un consejo de por sí.
Esos seres a quienes el sufrimiento (que no ha sido poco), los ha hecho más humanos. No ha conseguido endurecer sus corazones; convirtiéndolos en seres oscuros, amargados, hirientes, tóxicos.
Personas que pasan desapercibidas, silenciosas; saben lo que son y su valor. No necesitan demostrar nada a nadie, ni pierden el tiempo en discusiones sin sentido, saben de sobre que “donde la ignorancia habla, la inteligencia calla”. Viven y van diseminando con su sola presencia, semillas de unidad, concordia, respeto, cordialidad.
No son seres perfectos, ni quieren serlo. En lo que realizan ponen lo mejor de sí. Saben reconocer sus errores y asumen las consecuencias de los mismos. No se avergüenza de pedir perdón cuando han ofendido o perdonar, para liberarse del odio y el rencor.
La vida para ellos no es un tormento o castigo, es una gran maestra, una oportunidad. Son lo que son gracias a las experiencias que han vivido, sean positivas o no.
En sus labios hay una palabra pronta siempre: GRACIAS. Seres agradecidos con ellos mismos, con los demás, con Dios por todo lo recibido y lo que recibirán. Si no son creyentes, saben dar gracias igualmente: a ellos mismos, a los demás, al universo.
Capaces de encontrar la belleza en lo insignificante; tener compasión hacia el otro, sobre todo con quien sufre. La esperanza brilla en sus ojos, a pesar de los días oscuros y las noches eternas, pues seguros están que todo tiene su por qué en esta vida y hay que tener paciencia, respirar profundo, versar algunas lágrimas, levantar la mirada y seguir adelante.
Mi respeto y admiración a todos ellos. Son más de los que nos podemos imaginar y, en muchas ocasiones, están tan cerca de nosotros y no los sabemos apreciar.