Dos naranjas y una manzana conformaban mi inventario alimenticio para el décimo quinto día de la cuarentena, la noche anterior, había ordeñado el último tetrapack de vino tinto hasta disuadir a la gota más resilience dentro de aquel contaminante envase. Tengo dos empleos en negro . Hay pocas cosas que un inmigrante indocumentado pueda hacer fuera del parámetro lógico de la eventual premisa «si no trabajas, no comes»En la editorial, por unos cuantos pesos, soy desde corrector, hasta electricista, y cuando llega el camión, con las resmas de papel, mi lomo y mis brazos acuden solícitos a su desalojo, también reparo las computadoras y teléfonos móviles de los compañeros (a veces no cobro por ello) ; dentro de mi exiguo equipaje reposa incrédulo, un cartón con falsa apariencia de pergamino,refrendado y sellado tratando de persuadir mi acreditación en una rama técnica casi obsoleta.
Mi otro empleo —no menos importante—es como arreglista, consejero,luthier, sonidista y atrilero de la Banda de sonidos Tropicales del Sur, allí me dan quinientos pesos por presentación, y a veces tocamos hasta cuatro bailes a la semana (Al decir arreglista no me refiero a la ejecución de arreglos musicales, sino al arreglo de los objetos que se rompen).
El camino al pueblo no es largo ni corto, ni ancho ni angosto ; es inevitable como el camino a la eternidad; y ahora, ingrimo, absolutamente despoblado, en su defecto yo no soy un hombre solitario, Hay a mi alrededor de incógnito ángeles de la guarda y ladridos caninos espantando mi soledad. Tengo mis aspiraciones aún en contra de la voluntad del tiempo: —Aspiro morir de viejo—.