Presintiendo el ocaso de la humanidad
nos hemos atrincherado en los muros de nuestras casas
escondiéndonos de la muerte y su maldad.
La simplificación de la vida en el ARN de un inerte
por lo que nadie, nadie sabe a ciencia nuestra suerte.
Polvo somos y al polvo volveremos
es una sentencia que el ignominioso Coronavirus
no puede pulsar; franqueados
sobrevivimos sin saber si renaceremos
queriendo ser los de antes que nos contagiara el virus.
El resoplido de la muerte ha galopado apocalípticamente
de norte a sur y de este a oeste, yendo hasta los confines,
ignorando la valla de los vientos y mares subrepticiamente
poniendo de rodillas a humildes y serafines.
Los majestuosos palacios y sus naciones
no son mas que máscaras de muerte.
Sus habitantes reos de sus inacciones
donde habita la carcoma de su moral inerte.
El mundo ha quedado huérfano
de sus míticos dioses de barro.
El dios de este mundo ufano
los ha despojado de su aureola con un catarro.
Ha dónde van su elegías y plegarias
sus mantras y letanías.
Quién bebé la copa de ambrosía
de la sangre del mártir que muere en agonía.
No ha bastado la sabiduría de los galenos
para descifrar el misterio del diminuto
huésped en el torrente sanguíneo de los helenos
que con mortal neumonía hiere su vida en un minuto.
Sigiloso camina como un trotamundos
expandiéndose en cada exhalación de tos.
Llamarada de muerte que nos parte en dos
hay un antes y un después de los miles de muertos.