Érase una vez…
Érase una vez un país en un privilegiado lugar bañado por dos mares de riqueza espectacular en el corazón de un continente, bordado con majestuosas montañas y preciosos y fértiles valles.
El país era indiscutiblemente bello. Tenía cerca de nueve millones de habitantes repartidos entre talentosos hombres, promisorios niños, venerables ancianos y extraordinarias mujeres.
Sí, era un país muy afortunado. Pero había un problema. Imperaba la pobreza.
_¡¿Cómo asÍ?! ¿No que era muy rico?
Sí, lo era. Pero sus ocupantes ya no lo creían.
Los habitantes de ese país vivían sumidos en la desesperación, el pesimismo, la desconfianza, la crítica y el desánimo. Se habían acostumbrado a la actitud más devastadora que existe: la negación.
Nada les parecía confiable, rescatable, asequible, valioso o probable.
Se habían dejado gobernar por unos cuantos individuos maquiavélicos, de muy mala voluntad y peores intenciones y ellos, los talentosos, promisorios, venerables y extraordinarios, que eran más, no se veían a sí mismos triunfar sobre toda esa maldad.
Estaban secuestrados en su propia tierra, sus psiques totalmente enajenadas. Habían olvidado dónde tenían puestas las llaves de su exuberante riqueza. Gastaban sus energías diarias en la queja, la excusa, la postergación, el acomodamiento, la confrontación y la recriminación y no podían ver más allá de su desesperanza, su inconformidad y sus limitaciones.
Se sentían en una profunda hondonada. Encima de todo eso, les asolaba una terrible epidemia que conjugaba perfectamente con el deterioro veloz y persistente de su explotado y totalmente descuidado entorno ambiental. ¡Es que todo parecía confabular para su desgracia!
Entonces desde esa hondura, solo podían soñar, más bien como en una horrible pesadilla, el escape de esa dolorosa realidad hacia un país mejor.
_¡Caramba! ¡Qué terrible!! ¿Y acaso existía remedio para esa funesta situación?
Pues sí, pero requeriría un valor sobrehumano, una verdadera proeza de héroes. Reaccionar y darse cuenta que el país, en realidad, era cada uno de ellos y solo ellos, a pesar de su entorno desfavorable, podrían hacer la diferencia. Uno a uno, en una colectiva individualidad, buscando vencer a su más temible opresor: ellos mismos.
Eso me recuerda otra historia, la del metro cuadrado…. pero esa te la contaré otro día que debo vencerme a mí misma y terminar una asignatura pendiente que he estado postergando.