Para que mis palabras se diluyan
como nubes en el atardecer:
Te pienso en el país del olvido,
en la boca que se cierra como
la persiana, de cosas calladas,
en el hueco que te sobrenombra
mi temerosa estatua, absorta y ausente.
Más piedra fue hecha mi lengua,
como un desolado sol esperando
su vieja muerte, prefiere
tu tristeza, tu negra soledad,
que se desdobla como
mi roja copa en llanto.
Espejo de lágrimas y sombras,
los ojos tocan descalzos el inoloro
muelle crepuscular, que late
contra la libertad de mis rodillas,
caídas de todo,
nombran el agua lunar
que salen de mis mejillas.
Labios gélidos:
ya se fue este fuego, capa diamantina:
ya se fue lo que ame, ave sin voz:
ya perdí tu atardecer, muñeco de trapo:
en tu oscuridad persiste mi llanto.
Patria de guarda sombra,
te doy la bandera de mi alma
—que como la nieve calmada—
te seguirá los pasos, siempre
te seguirán en acuñadas centenas.
Para que mis palabras se
vayan muriendo:
Te van lavando los pies,
como un muñeco de trapo
besando las huellas de los dedos;
de mis poros, a tus poros,
las raíces de pájaros muertos,
Grito perplejo de luna,
triste abandono de nube,
la sangre de mi alma
se abraza solo,
y aquí mis tontas lágrimas,
que calladas, te van formando
el cálido atardecer.
Para que mi eufonía pierda
su azarosa resonancia,
dejan el viejo eco del cielo,
cuando mi alegre ventana,
se cierra lejos de tu flaca
y pasajera tumba.