El tiempo es un reloj que da vueltas
con los brazos abiertos.
No sé si a ti te pasa, pero cuando algo de lo que perteneció
al pasado viaja hasta el presente me pone en una tesitura
existencial un tanto curiosa, yo diría.
Ahora —y por eso estoy escribiendo lo que escribo— me
ha venido a ver un programa de radio que hace una treintena
de años —algunos más— deleitaba mis noches sin fin, cuando
el quehacer no exigía madrugadas ni excesivos apuros.
Escuchando en Youtube una reedición de esos programas por
este encarcelamiento maldito que nos retiene, noto que el tiempo
no ha pasado, que sigo siendo el mismo en cuanto a la risa que brota
igual de fresca que por entonces, y en esas me pensé siendo el que
era sin dar crédito a mi existencia.
Me choca pensar cómo podía disfrutar cabeza contra almohada
de estos chistes de la misma manera que lo hago ahora, como si el
segundero fuera una quimera, fruto de un sueño.
Pensarme en el pasado me parece aceptar que un fantasma pueda
sentir, pensar, reir, algo inconcebible ya que los fantasmas no tienen
cabeza, labios, boca ni sonrisa. El único yo posible es el que soy ahora,
que es el que ahora piensa, reflexiona..., y todo lo que soy lo soy ahora,
como si por generación espontánea naciera a la vida en este instante,
sin pasado que fuera lumbre bajo el puchero a fuego lento que ahora
soy y seguiré siendo.
Cuando me pienso en esos tiempos soy como una copia imperfecta
y borrosa de lo que soy ahora, una novela de ficción que aspira a ser
veosímil, nunca verdad; como esas fotografías que se desgranan con
el paso de los años hasta predominar en sepia y que harto desmerecen
cualquier realidad imaginable. Por eso no concibo una existencia que
no sea la presente; mi yo de entonces no existió, solo el de hoy, y por
tanto antes no era dable que pensara, sintiera, porque eso lo hago ahora,
solo ahora. No entiendo cómo pude disfrutar de lo que ahora disfruto si
no era, porque solo ahora soy.