Busco en silencio los versos,
al trasluz de la Fortuna.
Hubo una inquietud que me rondó de madrugada.
Al levantarme, todavía durmiendo el sol, me acerco sigiloso
a la habitación donde sueñan mis dos poemas pequeños.
Me siento ingrávido al borde de la cama y oigo sus respiraciones.
Les miro a los ojos, las orejas, las bocas, los cuellos, voy bajando...
Los pechos siguen íntegros, las espaldas, los estómagos y solo veo
una pierna a cada uno, uno la derecha y el otro la izquierda.
Los vuelvo a tapar para que sigan soñando y descuelgo de los anaqueles
del salón el albergue en forma cuadrangular que los contiene —el libro,
por si hubiera algún incauto en la sala—.
Voy afán tras afán deshojando el camino hasta encontrarlos: a los dos
les faltan los dos últimos versos.
Miro como si no hubiera un mañana el vacío que llena esta inquietud.
No observo rastro de tinta, han sido borrados adrede para ser añadidos
en otro poema, seguro que espurio.
Han sido desaparecidos con la limpieza de un prestidigitador.
De mañana —en la oficina, cuando el cafe— noto que en una publicación
de Instagram firmada por mi compañera presenta como cita los cuatro
poemas robados. Como Dios no la ha llamado al templo de la palabra ha
dibujado —un decir— las dos piernas a contrapaso.