Siempre vuelves, tocas a la puerta, sin haber recibido invitación; inesperada, sorpresiva, a veces mal recibida, pero ¿cómo no serlo? Si te enredas hasta en en mis sueños, revuelves lo que antes ya estaba puesto, rompes lo que apenas se estaba componiendo.
Y ahí estás de nuevo, justo cuando desenpolvo las fotos del abuelo y me doy cuenta de cuanto ha pasado el tiempo, es inevitable llorar; llueve en mis ojos y las gotas acarician suavemente mis mejillas, lentamente bajando, hasta mojar lo reseco de mis labios y alguna que otra foto vieja aún guardada en la caja de zapatos.
Pasan los soles, desfilan las lunas, pero tú sigues ahí, insistente en serme necesaria para seguir, pides que me entregue y deje fluir los ríos de tristeza atrapados en la presa que construí con los escombros del corazón, entonces dudo y aquello que violentamente había enterrado sale a la luz, grito pero nadie escucha, me atormento y paso las noches hipnotizada con tu constante afirmación de que todo estará bien.
Y después de un poco más de 300 días, encuentro una carta junto al mueble de mi cama –Me retiro, he terminado mi labor y haz salido victoriosa del encuentro, aún nos quedan días pendientes, noches de desvelo y abrazos solitarios a destiempo, pero, por ahora, tengo que partir con otra alma que también necesita de mi consuelo, esto no es un adiós, sino un hasta luego. Firma, tu fiel acompañante, Melancolía–.