Ya se escuchan las cárceles
lentamente arrastrándose
como piel de un órgano inmenso
que atrae insectos y jerarquías dinamitadas.
Se escuchan palabras y amores dispersos,
dolidos, disolventes, como en lagunas de
huesos u óxidos opresores, canciones.
Y esos huecos participativos de los dientes
entre las encías masculladas: lóbulos de serpientes.
Ya se escuchan signos de obligadas manifestaciones,
con contrariedades de músicas desbordadas, y ese afán
de lo muerto por atraparse entre un dedo y otro, informes.
Se escuchan como deben de escucharse, muriendo precariamente,
sobre equilibrios sostenidos por tarjetas de baile y academias
de danza.
Ya se escuchan los cadáveres, venirse arriba,
arrastrar sus largos camisones, por las ventanas
y los aljibes de animales suplicantes.
Yo meto mi oído en mi dedo, en mis pieles
de finas vértebras, entre mis órganos definitivos,
con las mismas certezas
que tenía antes de escuchar esa matanza-.
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