Se apaciguó la luna
y fue el silencio hondo el que venció el combate.
Una estrella perdida
vaga de rayo en rayo,
desorientada y tímida.
Se han dormido los pájaros nocturnos
tiritando en las ramas del álamo desnudo
y se estremece, hambrienta, entre las algas,
la nidada de plásticos
mecida por las aguas.
En un barquito de papel, mis sueños
se van humedeciendo, y no son lágrimas,
lo juro: es la ginebra o quizá el hielo,
o la lluvia de ayer, o la saliva amarga
de aquel último beso que fue como una dádiva
que se echa desde lo alto al pordiosero.
Se reflejan las luces de la ciudad nocturna
en el asfalto gris, como en los cuadros
que mirábamos juntos las tardes de los jueves,
los mismos cuadros siempre desde la misma cama
de sábanas revueltas y amores clandestinos.
Se estremece la luna detrás del campanario
mientras se descompone en angular cubismo
la imagen de mi vientre, con un corazón roto
verde, azul y morado,
clavado, como un pirsin, en mi ombligo.
Planean, lentas, las nubes, y el ciprés del pantano
emerge del estanque,
verde como una luna lorquiana de gitanos.
Corta mi corazón como un cuchillo.
El agua sabe a musgo y a silencio.
La muerte, me dijeron, sabe a olvido…