¡Oh vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza!
Un camino tranquilo a las afueras de Florencia
seguía cuando se me deshojó en una pregunta.
Bifurcándose me pide elegir izquierda o derecha.
Seguí el que sin hacer ni mímina conjetura
me cogía más a mano, la floresta densa,
seguí disfrutando harto de tanta Natura.
Ni por un instante me pregunté el designio
que me impelía el itinerario de los pasos,
solo hacía caso a lo que mandaba el destino.
Me hallé rápido en ubérrimo y denso prado
que orlaba de las montañas sus estribaciones,
allá al fondo podía disfrutarse de su retrato.
Ante tanta exuberancia y tantas emanaciones,
divisé abajo el meandro de un caudaloso río
que discurría bronco, a fuerza de palpitaciones.
Continué el sentido que dictaba mi albedrío
hasta que me vi sumido en profundo sueño,
en tal estado fui trasladado al reino del frío.
Caronte, cual si mecido como niño pequeño,
me condujo al Infierno, sin óbolo que valiera
ni Aqueronte que mojara, sin que tuviera dueño
que me mandara, ni criado que a fuerza retuviera.
Virgilio me contó, cuando recobré la prestancia,
que mi amada Beatriz le encomendó mi tutela,
quien quería que llegase sano hasta su estancia
en el Paraíso. Y así lo hizo, y sin decir ni un adiós
se esfumó ante mis ojos. Profunda fue la lástima.