Cuando se despliegan los
disparos de oriente,
la hierba llora.
Los pies de noctámbulos extraviados
le ofrecen un pañuelo que,
así como pudiera aliviarla,
también le podría arrancar
sus cabezas de un solo tajo.
Pero la hierba no llora de tristeza,
tampoco de alegría.
Llora porque solo puede hacer eso
y permanecer estupefacta
ante el radiante espectáculo matutino,
acompañado por un chirriar
de puertas y el desfile
de rascacielos hiperactivos.
Cuando el intenso espectáculo
termina, ya ha dejado de llorar
hace mucho, es más,
se siente agotada
por tanto trajín.
Entonces cierra los ojos
y se va quedando dormida
de a poco, arrullada por
un nuevo chirriar de casas
que descansan junto con ella.