¡Tú que le debes todo
a tu nombre!
Se le ve aquí, esperando su turno en la Sala de las Audiencias.
Dentro se debate en reunión de príncipes quién el heredero
de este imperio, que huele a sangre y desaliento.
Al cabo de una eternidad se abre la puerta, de nervios hirviendo.
El rostro del heraldo es epítome de lo que viene siendo
un resultado teñido de sorpresa y desafuero.
El candidato se abre de carnes, los goznes ardiendo
y el papiro que se extiende de enrollado epístola y cuaderno.
Augusto González Trebujeno, presente y tieso.
Se le concede la petición, licenciatura y deseo.
El premio, dos lustros de estancia entre los muertos
que se afanaron en covachuelas por salvar el huerto.
Romualdo, que así se llamaba el recadero, una lágrima
de cien pozuelos le derrapó por la mejilla hasta Beltenebros.
Los corchetes, que salieron a destiempo, le anudaron
las amarras y los empellones sucediendo le llevaron
a las mazmorras de la infamia y del descrédito.
Allí se pudrió, entre juras y firmamentos, sin un sol que saludara
las mañanas de enero y los vésperos de septiembre, los más bellos.
Agua y pan, de temprano le llevaron, aunque ni ganas ni aliento
le quedaron dispuestos para tamaña traganza.
Su corazón se le fue cerrando como sigue siendo su estómago,
ya tan estragado que una brizna de pan en aroma le resulta harto.
Allí muere, con los ojos tan abiertos al espanto que su salsa,
saliente de su llanto, se ofrece pepitoria a su víscera terminando.