Cuando aparecieron, en la cuadra, todos nos pusimos tensos, mirándonos unos a otros queriendo suponer, que el turno de interrogatorio, le tocaría a otro.
Se sentía en el aire, esa aceleración, ese miedo cerval al sufrimiento incomprensible, el dolor sin saber si uno moriría…. Y todo para qué…
El Teniente, parado en medio del pasillo que formaban los camastros reclamó atención y luego de un silencio, con esa característica forma impostada, comenzó lo que yo suponía una arenga estúpida, de lo que él creía era la patria, la república y esos valores, que para mí, solo se relacionaban con las largas sesiones de incomprensible tortura, donde me pedían nombres que ignoraba, pues el mío había aparecido en una agenda de alguien, según ellos, un terrorista.
Pero esta vez, el teniente, dijo que por disposición de la superioridad, íbamos a ser enviados al extranjero, más precisamente al Uruguay, con destino final a Francia. En este punto, mi corazón se detuvo y dio un brinco, descontrolándose…, como con la picana, solo que esa vez me inundó la alegría, un sentimiento que tenía olvidado.
El teniente, continuó diciendo, que debíamos prepararnos, que partiríamos esa misma noche, en un avión militar.
También dijo que por razones de admisión en aduanas, deberíamos estar vacunados y que para tal efecto, antes de salir debíamos formar
con con las ropas que nos darían. Eran ropas de fajina, un mono, borceguíes y gorra.
Concluyó, el teniente, diciendo que debíamos estar vestidos de esa forma, para no despertar sospecha ante la opinión pública, que debíamos parecer militares, trasladándose hacia la base aérea y allí subir a un Hércules, con total discreción.
De no respetar el orden, seríamos excluidos del beneficio, supervisado y ordenado por la superioridad, atendiendo reclamos internacionales.
Cuando se fue, todos estábamos sonrientes y dispuestos, ya eran las seis de la tarde y no podíamos con la lógica ansiedad.
A las siete en punto, vinieron unos cabos, con la ropa que debíamos ponernos. Les preguntamos si podíamos llevar nuestras cosas, eran tan pocas.
Dijeron que no, que en Uruguay, recibiríamos ropa nueva y documentación.
Nos quitaron las cadenas que nos sujetaba la pierna con el camastro y ya libres, comenzamos a cambiarnos.
Nos hicieron formar, en dos hileras, debiendo exponer el brazo derecho, para que nos vacunen.
Yo estaba casi al final de una de las hileras, veía como un enfermero, iba vacunando a los de adelante.
Faltaban tres, cuando una chica, al ser inoculada se desmaya, produciéndose un alboroto.
Yo me adelanté, para auxiliarla, al tiempo que ingresa el Teniente a los gritos, empujando a que formen nuevamente la fila.
Para no hacerme notar, me quedé más adelante, donde me había adelantado viendo que llevaban a la chica a la rastra hacia la enfermería, entre dos cabos que venían con el teniente.
No quería llamar la atención, supuse que no era necesaria la vacuna y continué avanzando con la fila, mientras cubría el brazo con la manga bajaba la escalera que daba a un gran salón. A lo lejos escuchaba al teniente retar al enfermero por el desorden.
Pasaron unos minutos, en las que permanecimos formados, en absoluto silencio.
De improviso, el teniente ingresó al salón y a los gritos, nos llevó al patio, donde nos esperaban dos colectivos verdes, en los que subimos con absoluto orden, quedando en los asientos delanteros el teniente y un cabo, armados.
El viaje, demoró unos cuantos minutos, hasta la base aeronaval, donde nos hicieron bajar y nuevamente formar.
El enorme hércules, ya tenía los motores en marcha y el portalón abierto en la cola. Adentro una tenue luz rojiza nos permitía ver lo necesario para ubicarnos en el piso, sentados uno al lado del otro.
En los bancos laterales, se acomodaron los militares, algunos armados con fusiles, otros con pistolas.
En la penumbra, parecíamos todos iguales, con la misma ropa.
Miles de pensamientos, pasaban por mi mente, no tenía conciencia de la realidad, desde que me secuestraron esa noche, en el tiempo.
La oscuridad, apenas iluminada por la luz roja, invitaba adormir. Yo estaba muy acelerado, me resultaba imposible relajarme, veía que los demás, se iban durmiendo y las filas prolijas de personas sentadas en el suelo, ya no tenían forma. Los cuerpos se amontonaban como si fuesen un revoltijo deforme, me extrañaba la situación, miré a mi lado donde se había sentado un cabo, que continuamente tomaba de una botella de licor, supongo que la única razón, era para darse ánimos.
El cabo, tomaba y miraba fijo a los cuerpos dormidos, sus ojos brillaban rojizos, en un momento se le deslizó el arma, quedando a mi lado.
Ya mis pensamientos, presentían algo extremadamente raro, si tomaba el arma…, para qué, si íbamos al Uruguay, hacia la libertad…
De pronto, el cabo cabeceaba, cuando el avión comenzaba un evidente giro a la derecha.
El cabo se desestabiliza y cayendo sobre mi totalmente dormido, olía a licor, supongo que ginebra la que derrumbó al militar sin remedio.
Su peso, hizo que quedara de lado, junto a él, en ese momento sentí que de la cabina, anunciaban – diez minutos para objetivo, preparen arnés de seguridad, en diez se abre portón-….
Mi mente, en ese instante comprendió la realidad, no íbamos a Uruguay, el giro hacia la derecha, nos llevaba al mar…
Revisé los bolsillos del cabo, le saque todo lo que encontré, una billetera con los documentos, un poco de dinero, la foto de una chica con bebe en brazos, sería casado, un carnet del Atlético de Tucumán.
Era tucumano, con cierto parecido físico, un año mayor que yo, memoricé su identidad y número
le saque la identificación del cuello, el número todavía me acuerdo empezaba con nueve. Es extraordinario, cómo esos pequeños detalles cobran protagonismo.
Tomé el fusil y me senté en el lateral, donde estaba sentado el cabo, me puse su gorra sobre la cara y acomodé las tiras en la presilla de mi brazo.
No podía pensar, solo actuaba, como si fuese un autómata, el miedo hacía que lo espantoso de la situación, no me pareciera tal y actuara, solo actuara.
Sonó la chicharra y el portón comenzó a abrirse con lentitud. El aire del exterior, como una ráfaga despabiló mi rostro, tal fue la tensión que no podía respirar, mi pecho se había detenido…, como tantas veces lo hizo, durante las torturas.
De improviso, el teniente, aprieta mi brazo y con autoridad, me indica que deje el fusil y me ponga el arnés de seguridad, enseñándome como hacerlo, él mismo me aseguró a una eslinga que pendía de una corredera del techo.
A los gritos, el teniente ordenó a los seis cabos que comiencen a arrojar los cuerpos….
Entre dos, los fuimos tomando por los brazos y con un envión los soltábamos al vacío, los brillos de la luna reflejaban un lejano mar en calma, estábamos volando muy alto.
Cuando terminamos, el teniente dijo en voz alta, son sesenta y cinco…, ni uno menos, cierre comandante.
Dirigiéndose a los seis, que quedamos atados, de espalda al portón que ya estaba cerrándose, dijo -Señores hoy hemos cumplido órdenes de la superioridad y debemos guardar silencio absoluto de esta misión…, ¡Viva la patria!-, dicho esto, todos gritamos -¡ Si señor, Viva La patria!.
Nos sentamos, a los costados del avión, tomé el fusil, como lo hacían los otros y todos quedamos en profundo silencio, con las cabezas ligeramente inclinadas.
Mis piernas temblaban y ocupé el tiempo de regreso, memorizando el nombre y número del cabo, que entre tantos yo mismo debí tirar.