Siento miedo, mucho miedo
que la invisible muerte agazapada
corone a mis amigos, a mis hermanos;
que la confianza espléndidamente construida
sucumba ante su liviana fuerza.
Me siento distante, muy distante
cuando debo respirar contenido,
separado, alienado y conspirado;
aturdido por la repetida cantinela y
fibrilizado por el abrazo ausente.
Confundido, harto confundido
por el inefable origen
de la cetrina y silenciosa peste
cuya enmarañada fuente
intrica lo humano y lo divino.
Porque entre la habladuría,
el ruido y las creencias,
su eco resuena y disuena
con angustioso juicio:
Unos nacen para gobernar y
otros para ser gobernados,
unos para dominar y
otros para ser dominados,
unos para iluminar y
otros para ser oscurecidos…
En la lejanía veo la plaza fluorescente
desentrañada de la extraña,
poluta y exuberante humareda
que precede al florecimiento:
moral, ambiental y espiritual..
Depurada por la expía reflexiva
que nos acerca a lo más cercano y
nos permite constreñir el sexo y
exaltar las caricias y los besos.
Renacer hacia pulcros paisajes
renovados con vientos límpidos,
azules serenos y bulliciosas aves;
avistar con noveles miradas
al prójimo, al hermano, al vecino,
al paisano y al extraño.
Reencarnar en el nuevo mundo que
desarticula el mucho miedo
reduce la anchurosa distancia
apacigua el enigmático desconcierto y
recupera la tarambana intimidad.