Julio Noel

El silencio de la noche hablaba muy despacio

El silencio de la noche hablaba muy despacio

a los añosos álamos de la orilla del río

con redondas palabras ebrias de vanidad

y con fingidas lágrimas y amargos suspiros:

«Viejos álamos que en vuestras doradas copas

portáis el rancio vino de los años vividos,

escanciad conmigo vuestro dorado licor

y os ayudaré a cruzar las puertas del paraíso».

La verde brisa besaba las ramas

como la amorosa madre a su hijo,

mientras en el oscuro silencio de la noche

se escuchó un lastimero gemido.

De todos los álamos era el más anciano,

su edad podía rebasar ya el siglo,

tenía la piel rugosa y resquebrajada

y parte de su tronco carcomido.

«No quiero escuchar tus aduladoras palabras,

locuaz silencio que hablas como falso amigo,

déjanos llorar aquí a solas nuestras penas

y vivir con honor el sueño de los siglos.

Cada mañana esperamos el suave abrazo

del aura que acaricia nuestras hojas con mimo

y luego escuchamos con mucha emoción

de las canoras aves sus melodiosos trinos.

Pasamos innumerables horas contemplando

los áureos tornasoles del lecho cristalino;

su apariencia nuestros ojos engaña,

siempre los mismos y siempre distintos,

en el incesante pasar del tiempo ni uno

solo una sola vez se ha repetido.

Déjanos vivir nuestras alegrías y penas

aquí con nuestro orgullo bien erguido,

contemplando la vida pasar a nuestro lado

y esperando la muerte siempre en el mismo sitio».

El silencio de la noche cerró sus labios

y sin palabras se fue con inmenso sigilo.

 

En las alas del viento