Adolfo Rodríguez

Agujero negro.

Como extraño al duendecillo aquel

del “quizás” que me regalaban,

cada día tus gráciles palabras,

junto al sortilegio de tu sonrisa,

esas claves con las que resolvías, sin más,

los laberintos de mi alma y de mis cobardías.

Y que hoy yacen muertos y en silencio

bajo el peso inconmensurable del “jamás”,

con el que me condena tu mirada…

 

¿Cómo no añorar ese leve escalofrío

del “tal vez hoy”?, cuando por las mañanas

tus primeras risas precedían al sol en mi camino

y con sus vuelos y la sutileza de sus trinos

inauguraban cada uno de mis “buenos días”.

Y que hoy no eriza más mi piel, congelada y yerma,

desterrada a años luz de tus paisajes,

por el tirano “ni hoy, ni nunca”

de tu indiferencia y de tus lejanías…

 

¿Cómo no sentir tanta tristeza?,

tantas toneladas de tristeza y desconsuelo,

cuando sé, que a unos cuantos metros

de este entierro y de mi rupestre corazón,

viven tú y tu alegría, que hasta hace unos instantes

me parecían una promesa de felicidad y redención,

cuando sé que tras los pocos milímetros de un frío cristal,

arden tú y tus pasiones que hasta hace tan solo unos segundos

eran para mi la cura a esta indisoluble adicción de soledad…

 

¿Cómo no esperar que algo más se muera?,

¿que todo aquello que endosé a tu nombre

se evapore y se vaya en la espiral de este tornado,

que se deslave en la furia tormentosa de este adiós?

¿Cómo no desear que se marchite el corazón?

y así saber que, cuando se caiga de maduro,

se llevará consigo este dolor y tus recuerdos

y dejará tan solo un hueco enorme

repleto de fantasmagóricas nostalgias…

 

¿Cómo no querer que se me acabe el mundo?,

cuando, hasta tu camino y tu futuro

me alejan de tus rumbos y de tu porvenir.

¿Cómo no buscar que se congele el tiempo?,

aquí y ahora, antes que esta, mi última esperanza

se diluya y se vea devorada por tu estela.

Arder eternamente sumergido en tus mareas

y así morir por siempre, atado y sin remedio,

al horizonte de eventos de tu infinita gravedad…